8 de diciembre de 2014

Última Corona

Con dolor, me dijeron que en una pastilla cabría mi felicidad, nomás no le habían encontrado el nombre.
Del amarillo al blanco, un espumoso manjar líquido me mojó los labios con la promesa de no olvidarme jamás. Jamás.
Entonces le busuqué con Miriam, a ver qué salía.
Humo rosa sabor gelatina que me fue haciendo agujeritos —poco a poco— en el alma; me imagino que quería quedarse a vivir adentro de mí, o algo de eso. Como si de a de veras. Luego me fui a enterar que no fue sólo ella, que fueron también las semillas y sus brotes.
Nos encontramos por un accidente temporal: mi tiempo se había congelado en una foto pública y el de ella avanzaba impávido hacia el fuego del mañana que nunca llega. Que quien salta para sobrevivir a un incendio también muere.
Vulnerable como la piel ante un círculo de acero al rojo vivo, cedí de inmediato ante un cumplido con olor a gas. Un solo baile hubiera sido mejor que mil palabras, pues ni la lengua teníamos en común, pero la sangre llamaba desde lejos, como si fuéramos viejos conocidos revestidos en pieles mentirosas con aliento alcohólico; la suya acusaba culpa, mientras la mía la exigía a gritos.
Creo que dijo o que preguntó que si no me parecía que fuéramos demasiado rápido, y como lo dijo o lo preguntó demasiado rápido, rápido me le quité de encima y me salí a fumar un cigarro; estaba con ganas de placer. Sentí mis ganas de placer y sentí que ella no estaba más que con ganas de cambiar de apellido y renacer a través de uno de esos orgasmos que no llegan al corazón.
No más, pues, que regresé al cuarto después de prolongar la muerte chiquita unas quince bocanadas de aire envenenado y ella ya se bañaba en una regadera que asomaba su desnudez directo al cuarto; que por eso había elegido ese hotel.
Con la cadencia de un burro ciego, la acomodé en una cama que a ella le sobraba y a mí a penas me alcanzaba.
Y ahí nos llegó al corazón, o eso quise creer, porque, al final, se fue. Algo venía mal: la corona, la espina, las semillas.
Fueron los brotes:
En la búsqueda de su nombre me vi forzado a dejar de encontrarla.
Tiempo de florecer solo.

30 de junio de 2014

Comezón

Si los mosquitos nos han enseñado algo, es que hay comezones que sólo dejando de rascar desaparecen.  O que no es lo más sensato apagar el fuego con gasolina.

27 de febrero de 2014

Hilo negro

Del hilo que dibuja el humo de un cigarro se desprende una idea sutil que quema.
Porque no es posible, dicen, descubrir el hilo negro.
¿Sería posible quemarlo?

9 de febrero de 2014

Terreno de juego

Nos gustaba practicar en nuestro lugar de origen.
Y dentro de las conversaciones que llenaban la práctica de sabor, nos gustaba soñar, juntos, con un día salir y conquistar el mundo. Cualquier mundo; real o imaginario, el tema de las prácticas, lo que las motivaba, era poder inventar uno que no necesitara de tan absurda distinción.
Pero ¿salir? ¿A dónde?
Así, nos sentimos preparados para un lugar nuevo, sin siquiera preguntarnos si esos ensayos nocturnos estaban dirigidos a aprender algo o si la práctica era el juego mismo.
Salimos. Ignorando el consejo que dice que no es necesario prepararse, sólo cargarse, y escuchando el que grita con silente elocuencia que no hay pedo, salimos.
¿A dónde?
Nos subimos al metrobús, cada quien con una cerveza en la mano, para colocarnos en un terreno desconocido. Porque lo conocido nos pareció insuficiente esa noche: teníamos hambre de un alimento que no alimentara. Era el momento de practicar un nuevo deporte. Escuchar tantos "no" como fuera posible. Cruzar la mirada con tantas miradas vacías como en el vacío mismo cupieran. Ver a la pretensión disfrazarse de casualidad y perseguir con lenta vehemencia una burbuja sin membrana.
Creímos así que llegábamos a la luna con un telescopio. Pero las ventanas --algunas oscuras, otras tapadas-- de las calles que se creen ciudades en una colonia con permanentes e imposibles aspiraciones nobiliarias, convirtieron un ruido indescifrable en un mensaje claro: la noche de ese viernes no brillaría la luna; era momento de enteder la oscuridad en las estrellas.
Un chiste mal contado en un café para sentarse a la mesa con un perro, pedir el sándwich más caro del menú y dirigir la mirada hacia la nada mientras cualquiera de los diez televisores del lugar muestra un partido de futbol imperceptible al margen de esa pasión que caracteriza a quienes entienden que los perros no comen sobre una mesa.
Y, sin embargo, la práctica de esa noche fue una de las más profundas. La luz de las ilusiones proyectó una gran sombra al impactarse con tantos sueños guardados en un tintero infinito. La sobra en la memoria de tres deseos mágicos, certeros y cálidos posibilitó la falta en el presente de la que tanto se podría aprender.
Una noche fría e incierta de trucos malogrados.
Caminamos entonces sin rumbo para descifrar por qué nuestros cuencos se hallaban llenos hasta el borde, por qué no cabía más, por qué era momento de vaciar las expectativas.
Por eso me dijiste al final, ya después de regresar al origen con ganas de jamás abandonarlo de nuevo, que era momento de cerrar esa carpeta hasta que una nueva se abriera sin anunciarlo.
Y me di cuenta de que lo relevante no era adquirir la habilidad hasta poder aplicarla indiscriminadamente en cualquier terreno, en cualquier situación, en la noche de cualquier día de la semana y ante cualquier vitrina --incluso la dibujada por un restaurante de pizza con cortinillas de plástico transparente--.
Lo relevante en ese momento fue entender que, si contaba los días, faltaban únicamente seis para conocerla y poder expulsar de la mente la idea de entrenar, practicar o prepararme: seis días para empezar, por fin, a jugar.

22 de enero de 2014

Adiós, silencio

Un grito se disfrazó de palabra, pero nadie le creyó.
Un beso se disfrazó de amor, pero nadie lo sintió.
Un hola se disfrazó de adiós, pero nadie se despidió.
Una canción se disfrazó de poema, pero nadie la leyó.
Una sombra se disfrazó de carne, pero nadie la tocó.
Un sonido se disfrazó de silencio, pero nadie lo escuchó.
Así, entonces, te hablo y sonrío.
Y ya no grito, sueno.
Te beso, siento amor.
Digo hola.
Te escribo un poema, un cuento, una canción.
Haciendo a un lado las sombras, sin disfraces
El silencio por fin se atreve y dice adiós.

13 de enero de 2014

Sobre el lugar más bonito de la tierra


Lo que termina siempre permite que algo más empiece.
Las ceremonias de despedida son ceremonias de bienvenida.
El llanto que producen algunas cosas cuando se van no es otra cosa que el miedo que producen algunas cosas cuando están por llegar.
Vislumbrar es el miedo más grande. Crecer es la mejor ceremonia. Llegar es la mejor despedida.
Me costó trabajo encontrar el espacio para despedirme de aquellos días suspendidos de la realidad de la semana, elevados a metros y metros sobre el nivel del mar, envueltos en un aire místico de humos engañosos y neblinas intermitentes. De dar y recibir goles. De intercambios costosos.
Aunque pudo haber ocurrido en cualquier otro lugar —y de cualquier otra manera— me di cuenta ahí, de golpe, en un solo momento: moriremos. Ellos. Yo. Todos. Una certeza nunca antes tan profunda.
Moriremos.
Diremos adiós a todo lo que contiene este continuo parpadear que es la vida. Adiós, como cuando el árbitro pita el final del partido. Y quería llorar y me reproché internamente que estuviera forzando mi propio llanto y al final lloré más de lo que quería.
Pero, ¿cómo no llorar después de conocer el lugar más bonito de la tierra y tener que abandonarlo? Así me aborda la emoción –cualquiera– cuando llega: el recorrido hacia el lugar más bonito de la tierra.
Aunque está alejado, quienes lo han visitado saben que es hermoso. Para llegar ahí es necesario recorrer un largo camino que lleva, primero, a una montaña bastante gris. La ruta es pesada y hace pensar, a cada paso, que no vale la pena, que no puede haber belleza que justifique el esfuerzo y la dificultad.
Pero el gris del recorrido y de la montaña que rodea al lugar cumple dos funciones fundamentales: desanimar a quien carece de la esperanza de encontrar belleza hasta en lo más feo y permitir que el contraste dote de sentido a la belleza única del lugar. Tras el largo recorrido –monótono, insípido, incómodo y, sobre todo, oneroso– se llega a una puerta que no promete mucho.
Es entonces cuando comienza un segundo recorrido; éste va llevando de lo cotidiano a lo extraordinario sin abandonar nunca la realidad, aunque en realidad sea imposible corroborarlo, pues la ruta de regreso es igual de gradual, lo cual hace que la transición parezca uno de esos sueños de los que despiertas a las tres de la mañana y olvidas al volver a dormir. Es la transición del segundo recorrido la más importante, pues para quienes fueron capaces de seguir avanzando ante el rigor y la pesadez del recorrido primero comienza lo inesperado.
Poco a poco, un camino rocoso, disparejo y descuidado, se va tiñendo del verde de los árboles que comienzan a aparecer para dar la bienvenida a la esperanza. De pronto, cuando hay suerte, el cielo se abre y todo lo que se puede ver es un verde fulguroso y destellante rodeado de árboles, cascadas y ríos. Al llegar a este espacio caprichoso y circunstancial, el tiempo se detiene (o se queda alrededor de la montaña, cuidándola de quienes no creen en la belleza) y las emociones (todas) emanan. Han encontrado un espacio para existir al margen del monitoreo de la conciencia. La conciencia también ha encontrado un espacio para dejar de hacer su trabajo por un tiempo (el tiempo que el tiempo decida suspenderse, o quedarse cuidando lo que gracias a la belleza ocurrirá) y así poder expandirse. Así, conciencia y emociones, juegan libres y no tienen nada que explicar a nadie. Sólo son.
Claro que no es posible permanecer en el lugar más hermoso de la tierra de manera indefinida, independientemente de que ahí el tiempo no ocurra, pues emociones y conciencia tienen límites que mucho les conviene respetar. Al agotarse de tanta libertad, se vuelven a reunir y el tiempo que cuidaba los alrededores de la montaña tiene que ingresar a cambiar las circunstancias que le permiten ser el lugar más bonito de la tierra. Es así como empieza el recorrido de regreso que, cuando la suerte, la sensatez y el sentimiento se conjuntan, será suave, gradual e indoloro. O casi indoloro, pues por más suave que sea la transición, el contraste entre el lugar más bonito de la tierra y la montaña gris que lo protege es suficiente para hacer sufrir a cualquiera. El tiempo recobra entonces su marcha original y la belleza deja de existir en todos los lugares menos en el recuerdo.
Algunos deciden que con una sola visita basta, pues la ruta hacia su perfección es cansada y desalentadora. Que hay que conocer lo horrible, pues, para poder captar la totalidad de su belleza. Dicen que hay quienes consiguen escaparse al paso del tiempo cuando éste decide regresar y cambiar las circunstancias, pero tarde o temprano son encontrados de golpe por la furia intempestiva de los años a los que intentaron escaparse. Dicen también que hay quienes lo visitan con frecuencia, aunque, al tratarse de un sitio circunstancial, no siempre encuentran ahí lo que esperaban al iniciar la búsqueda.
Si hay algo que vale la pena del lugar más bonito de la tierra es la lección que ofrece: la belleza se esconde en los lugares más grises, y su búsqueda es inútil (o, al menos, dolorosamente desalentadora) si no se toma en cuenta que la transición entre lo horrible y lo hermoso es sutil, onírica y efímera. Que al final, pues, vale más atesorar un espacio divino en la memoria que arruinar el recuerdo por retar repetidamente al tiempo.
¿Cuántas montañas gires desconocidas, protegidas celosamente por el tiempo, no atesorarán los lugares más bellos de la tierra?
Más importante, ¿qué sentido tendría la belleza si no fuéramos capaces de verla desaparecer? Saber que algo nuevo, desconocido y oculto todavía puede ocurrir. 
Es así como el lugar más bonito de la tierra puede ceder su título en una ceremonia de despedida que permita reconocer que quien busca la belleza jamás se conforma con encontrarla en un solo lugar.