1 de marzo de 2010

Monstruos

Ambos habitaban el mismo lugar, pero siempre prefirieron ignorarse, cada quién por su lado.
Cuando por fin, por coincidencia, por azar o por decisión —nunca lo sabremos, mientras se mantenga el hermetismo—, los dos monstruos se encararon, sintieron miedo, por decir lo menos.
Miedo, ante la posibilidad de, por fin, conocerse; miedo, ante la presencia de un monstruo (¿sabrían, antes de este fundamental evento, que siempre estuvieron en la presencia de uno?); miedo, ante lo que pudiera ocurrir, ante lo desconocido, y miedo, sobre todo, ante la posibilidad de que la oportunidad no se repitiera jamás.
Así, con desconocimiento absoluto, quizás con suerte, quizás sin ella, dos monstruos se miraron fijamente a los ojos. Todavía se escucha el eco de dos carcajadas monstruosas, y cuesta trabajo creer que eso haya sido todo.
Algo ocurrió que nunca sabremos, pues ya no se han visto monstruos en ese lugar (tal vez todavía se vean).





21 de febrero de 2010

Prohibido

Lo prohibido; lo que no se puede, lo que no se dice, lo que no se hace, lo que no deberíamos. Pero, al final, ocurre.
Es eso lo prohibido. Una gran y rotunda etiqueta que dice: no te atrevas a pasar, porque te va a gustar y, cuando ya no lo tengas, cuando ya estés afuera —siempre salimos—, te va a doler.




18 de febrero de 2010

Persiguiendo fantasmas

Tenía que admitir que había salido hipnotizado de la conferencia. Y cuánto duró.
Días después, no podía hacer más que pensar en lo que había escuchado. Las palabras se repetían y se repetían como la estela de lo que siempre había querido saber. Pero no podía saber.
Ya no las veía —nunca las vio— pero las seguía escuchando. Y entonces se preguntó por qué la mayoría de la gente cree ciegamente en lo que puede observar y desconfía permanentemente de lo que no puede observar.
"¿Será que antes del microscopio —se preguntó— no existían los microbios?" Él, junto con miles de personas más —incluso las que desconfiaban permanentemente de cualquier cosa que no pudieran ver—, estaba seguro de que los microbios habían estado ahí todo el tiempo, esperando a que alguien inventara algo tan lógico y universal como para que (casi) nadie se atreviera negarlos.
Ahora esperaría para ver lo que todavía no podía ver. Quizás nunca podría, pero igual estaba seguro. A veces se sentía un microbio; desconfiando sistemáticamente, sin creer ciegamente, sabía que existía. ¿Quién lo observaba?

2 de febrero de 2010

El futbol

Y es que lo había olvidado, porque siempre olvido lo más importante. Sé ahora, al recordar, de dónde viene la pasión, la verdadera felicidad.
Eran veintidós niños persiguiendo un balón (bueno, veinte: los porteros esperaban) sin saber por qué. Pero sus papás —ésos, los que alientan, los que gritan, los que no juegan, los que quisieran, los que alguna vez quizás jugaron— sí que saben por qué.
Y es que el futbol, no recordaba, es eso. La verdadera pasión, la verdadera felicidad nace ahí. Vi a un tal Brayan, de complexión robusta, cobrar todos los tiros de esquina de su equipo. Uno de esos se le fue al portero del equipo rival. "Pára ésas, hijo", le dijo su papá en el medio tiempo. "¡Cómo se te puede ir un gol así! Tienes que estar bien concentrado".
Y después del medio tiempo, después de los papás que gritan pero que no juegan, los hijos siguieron jugando. Redefinen cada fin de semana la esencia del juego: divertirse aunque los papás se frustren; correr de veinte en veinte (los porteros esperan) detrás de un balón; mirar de reojo al público que siempre pedirá más.
Ellos sólo quieren jugar, sin pedir nada a cambio. Después, con el tiempo, con el crecimiento, con la madurez, con la edad, el juego va cambiando. Es entones cuando deberíamos voltear a verlos —a vernos—: qué más da el gol y lo que produce, si lo que importa es correr atrás de un balón, aunque suene el silbato, aunque los papás griten, aunque después sea el balón el que corra detrás de nosotros.

25 de enero de 2010

Ciclos

Si hay regularidad o si no. Si los ciclos se repiten —como en una suerte de espiral, alejándose cada vez más del origen, acercándose cada vez más al centro, pero pareciéndose todo el tiempo, sin centro y sin origen— o si no —como una mota de polvo—.
A veces arriba y a veces abajo, eso sí, eso siempre. Me gustaría tener un marco de referencia más flexible para definir con claridad qué es arriba y qué es abajo, pero sólo tengo el de los demás (y me da miedo, todavía, inventar uno propio).
Con todo y como sea, sin origen —entonces— y sin centro —todavía—.

21 de enero de 2010

Gestalt

No sé cuándo decidí creer que podía madurar. Ahora, a veces, creo que puedo madurar. Y no sé —entre tanta teoría y tanta práctica que me dice que el verdadero cambio llega cuando uno se convierte en lo que es, y no cuando uno intenta convertirse en algo que no es— qué o quién soy. Pero me repito que soy maduro o, al menos, que puedo serlo.
Lo que no sé es si ser maduro es ser lo que soy. Si no, y si consigo la madurez, llegaré a ser menos yo. Afortunadamente en ocasiones me detengo a pensar, me detengo para no madurar, y recuerdo lo bien que me puedo sentir al conseguir el cambio: ése que llega cuando sigo siendo yo mismo.

11 de enero de 2010

La de buró

La borrachera más triste es ésa que te da tanto tiempo para estar contigo mismo, tanto tiempo para reflexionar, que te termina llevando a la tristísma, desalentadora y pesada conclusión —siempre correcta— de que mañana será un día difícil (al menos en la mañana, cuando más duele la cabeza, cuando mejor sabe el agua).
Hablas con alguien, por ejemplo (pues el tipo de borrachera que refiero no pertenece, necesariamente, al exclusivo y solitario grupo que termina, necesariamente, con la cabeza postrada sobre un buró), y te entretienes, pues el alcohol lo permite. No lo suficiente, sin embargo, para detener el pensamiento del día que mañana llegará —siempre llega—.
Entonces duele: entonces, cuando lo piensas; entonces, cuando, mañana, llega.

30 de diciembre de 2009

La luz que me imaginé

Pensaba en por qué debería escribir en ese momento, mientras me iluminaba una luz que me imaginé (me imagino). La luz que imagino nunca me ilumina, es verdad, pero es que es ésa la tarea de la imaginación. Nunca es verdad.
Detuve entonces el reloj —no pararía de caminar— y encendí la luz. Todavía estaba allí, todavía me miraba a los ojos.
"¿Te pasa algo?", pregunta. Imagino que sí, pero no digo nada:

23 de diciembre de 2009

Y, ¿lo disfrutó?

"A mí me es útil la presión", dice el señor Wattford, mientras bebe de un solo trago su café, que le dará energía para iniciar el día después de haber dormido menos de seis horas. En otro lugar, quizá en otro momento —los detalles son irrelevantes—, la señora Crijk duerme y sueña que camina, lentamente, por el vecindario del señor Wattford (a quien, hasta ahora, no conoce).
En un evento extraordinario, la señora Crijk, dormida, y el señor Wattford, apurado y con la boca todavía caliente por el café que no pudo saborear, se encuentran en un mundo desconocido para ambos.
El señor Wattford camina de prisa, con la mente siempre en un momento que no existe, en un momento que ocurrirá, pues es una persona productiva. La señora Crijk se toma las cosas con calma, pues es una persona más de procesos que de productos. Él lleva prisa (no es para menos), y la presión le ayuda a producir. Ella se deja llevar por la calma (no es para más), y el proceso le ayuda a tranquilizarse. Ella en cada momento, él en ninguno. Ambos se mueven; él con los pies en la tierra y ella soñando, uno directamente hacia el otro. Se encuentran, pero no se saludan.
La señora Crijk despierta algo tarde. A su lado yace, soñando, el señor Wattford, a quien nunca se cansará de conocer.

17 de diciembre de 2009

La paradoja de lo feo que se siente no sentir nada

—Para la otra te voy a poner una para caballo —me dijo riendo la semana pasada. Yo también me reí, sentí un adelanto de alivio.
Y sí: me puso una para caballo. Ya en el coche, de regreso, con la mitad de la boca y de la lengua dormidas, pensé en la incomodidad de la falta de sensación. Primero una pomada que atonta la lengua y a su agente; luego un piquete incómodo para no sentir dolor (ya la lengua y el agente fueron estratégicamente atontados para evitar reclamos); después un taladro que, para cualquier persona que haya visitado al odontólogo más de una vez, estará inevitablemente asociado, en el mejor de los casos, con el característico olor a diente molido, y con un calambre que inicia en la boca y se manifiesta con pequeños saltos corporales, en el peor.
Se sentiría peor sentir, desde luego, pero sólo en ese momento. El procedimiento se lleva a cabo cuando apenas se empieza dormir la boca, pero los efectos más fuertes siempre se manifiestan cuando lo que quieres es comer algo diferente a tu propio cuerpo (empezando por el cachete).
Así llegué a la conclusión de que, por extraño que suene, se siente feo no sentir nada.

8 de diciembre de 2009

Ladran

Me dijeron más de una vez ya que me odia. Busqué en internet una frase que, supuestamente, aparece en el Quijote (que no he leído), pero resulta que no. El punto es que me gusta mucho divertirme y, para algunos, la diversión está peleada con la seriedad y con el trabajo.
Ella me odia, me dijeron más de una vez ya. Trabajo en un lugar donde el gobierno invierte en personas para que salten y giren en el aire, entre otras cosas. Yo, como servidor social, sin recibir ni un peso del gobierno, no puedo girar en el aire (de poder, puedo, pero mi trabajo —gratuito— no es divertirme).
Que sea ésta la última vez que hablo de ella; que ella, que —dicen— me odia, hable de mí todo lo que quiera, de cómo juego, de lo mucho que me divierto. El dinero que no me paga el gobierno me motiva para que ellos, los que giran en el aire, lo hagan con una sonrisa.
"Ladran, Sancho, señal que cabalgamos".

6 de diciembre de 2009

Sonrió después

Con la mirada hacia otro lado, con la mirada lejos de mí, me dijo todo lo que sintió (y lo que sentía también). ¿Qué le decía? Pensaba sin decir nada, contrario a mi vieja costumbre de decir sin pensar nada. ¿Qué le decía?
Ahí estaban, simples, los tres mundos en los que —a veces— creo. Ni pensé ni dije: hice.
Dice Juan Villoro que para un mexicano aceptar un error es peor que cometerlo. Dijo ella que intentar reparar un error sólo lo agrava. Fue tan grande el error que qué más daba reconocerlo y hacerlo peor, que qué más daba intentar repararlo y descomponerlo más.
"Me sentí como un perro", me dijo; así empezó todo. Con la mirada hacia otro lado.
Reconocí el error (habría sido un error que jamás habría querido reconocer no hacerlo), pensé en una solución (el perro sería yo) y regresamos (no estábamos tan lejos).
Sí, me equivoqué; sí, lloró; pero, al final, no salió tan mal. Sonrió después.