Cuando por fin, por coincidencia, por azar o por decisión —nunca lo sabremos, mientras se mantenga el hermetismo—, los dos monstruos se encararon, sintieron miedo, por decir lo menos.
Miedo, ante la posibilidad de, por fin, conocerse; miedo, ante la presencia de un monstruo (¿sabrían, antes de este fundamental evento, que siempre estuvieron en la presencia de uno?); miedo, ante lo que pudiera ocurrir, ante lo desconocido, y miedo, sobre todo, ante la posibilidad de que la oportunidad no se repitiera jamás.
Así, con desconocimiento absoluto, quizás con suerte, quizás sin ella, dos monstruos se miraron fijamente a los ojos. Todavía se escucha el eco de dos carcajadas monstruosas, y cuesta trabajo creer que eso haya sido todo.
Algo ocurrió que nunca sabremos, pues ya no se han visto monstruos en ese lugar (tal vez todavía se vean).