22 de abril de 2012

Puerta

Antes de dar un paso más, miré en dónde estaba parado. Me dio gusto verme suspendido en el aire, sin saber qué seguía ni qué hubo antes.
Escribí letras sin forma y, cuando acumulé suficientes, las empecé a ordenar. Cometí todos los errores que cupieran en el desequilibrio y los ajusté. Me encerré en una nube de metáforas sin referentes y, como quien habla con el viento, tracé una analogía de un silencio efímero. Fue entonces que me di cuenta de que el tiempo es algo que se inventó para poder mirar al reloj antes de morir.
Y acabé una carrera cuya meta era el inicio de otra más. Miré la vida con desinterés y ofendí a mi incertidumbre. Todo para ubicarme en un punto en el que la birsa sigue soplando con soltura. Un barco impulsado por lo que se mueve sin preguntarse hacia dónde va. Una tesitura difusa que se repitió hasta dar la ilusión de la solidez.
Eso, nada más: una ilusión que dejó de ser un sueño para convertirse en realidad.

2 de marzo de 2012

Veracruz

Recuerdo que había palomas que se bañaban en la azotea de un edificio bajo: las veía. Tan bajo que, para el piso en el que nos tocó quedarnos, resultó una azotea mentirosa. Ahí nos quedamos.
Fuimos y hablamos, callamos y nos quisimos comunicar cuando lo que tocaba era separarnos. Ahí nos quedamos, recuerdo. Comimos pizza delgada y, luego de ver un volante engañoso, buscamos unas acuabolas que nos dieran sentido y estrategia, pero el lugar no tenía luz. Sí, lo sabes, lo sé, hablo del lugar más triste de la tierra, ése que nos transmitió su tristeza para hacernos recorrer un camino inevitablemente evitable, juntos. Aun en el lugar más triste de la tierra, te gané en el golf. Siempre que dejaste que así fuera, te gané. Porque cuando no quisiste, perdí ¿Acaso te dejaste ganar? Evité perderme: tres empleados le dieron sentido a dos visitantes extraños y ajenos. Nos fuimos tan pronto como pudimos. ¿Qué querías perder?
Luego el malecón. Imaginamos Cuba viendo piedras mexicanas que no se moverían de ahí; imaginamos Australia como un lugar imposible. Cerca del hotel, para no sentirme perdido, para no sentirte lejos, porque no te querías ir: quería que te fueras. Un café; pedimos un café (fueron dos, pero, para los dos, fue uno) y un helado de guanábana (o todos los que cupieran). También un desayuno completo. Luego nos fuimos a nadar a una playa azul. Yo pensaba que todos te verían las nalgas. Qué bikini traías: yo te las vi. Sólo hicimos el amor dos veces (acaso una por cada nalga). Cenamos un pescado que me quería comer, un pan delicioso, una noche inigualable. Tomé sidral, porque la cerveza estaba prohibida por una mancha amarilla de nombre pesado. Y decidí llamarle vacío por no llamarle locura; decidí buscarme en la cama para no encontrarme perdido.
Güero, güera, güero, güera, nos llamaron. Champolas. O sólo helado, qué más daba. Mientras, el frío de mis ilusiones encontró una razón que se derretía. Un vaso enorme que nunca me dejó insatisfecho. Mango o guanábana, lo que fuera. También comimos pescado y visitamos un mar imposible. Recuerdo sus piedras al extrañarte. Nadamos por hacer algo que no fuera no hacer nada y nos revolcamos: en las olas y en nosotros: la última vez que tú fuiste yo y que yo fui tú, con el imperdible recuerdo del lugar más triste de la tierra. Nadamos en la nada antes de convertirnos en el miedo a ya no ser el otro, a volver a ser sólo el mismo y la misma de antes, a ser diferentes de nuevo.
También nos acostamos juntos sin estar juntos y compartimos una individualidad pesadísima. Estábamos (estuvimos) en una cama viendo futbol cuando bien pudimos nadar en la espuma de la alberca más sucia de la tierra. Me lancé en un salto mortal para atestiguar que la espuma que reflejaba suciedad no era (nunca fue) suficiente para detener ese impulso de destrucción que me salvaría. Te vi y me reconocí en tu asco.
¿A dónde iríamos ahora que habíamos agotado todas las posibilidades? Tu creatividad se estrelló contra mi vacío. Encontramos la forma de nadar a lo lejos, paralelamente, en un río que ya no sería el mismo.
Aquella vez que nos fuimos a Veracruz y que ya nunca regresamos.

24 de febrero de 2012

La confianza de un día azul

Me serví un vaso de cerveza para saborear un viernes "deadeveras". Sólo un vaso. Y en vez de trazarme encrucijadas irresolubles, decidí comprar un libro y comenzar a leer sin preguntar demasiado, como cuando ves una película mientras te comes un bote de palomitas y te ríes por reírte. En vez de buscar lo auténtico navegando en las profundidades, me encontré con lo cotidiano caminando en la superficie. Y sentí confianza cuando por fin entendí que dejar de preguntar puede apagar el silencio: también se puede escuchar.
Escuché a un gordito de lentes explicarme por qué debería de inscribirme en un gimnasio de alcurnia; la verdad la alberca estaba chingona, pero en ningún otro lugar mojarse puede salir tan caro. Escuché a una señora, recargada sobre un poste, pedirle la hora a un niño con un cubrebocas azul sobre el cachete izquierdo. "¡Niño!", le dijo, "¿Qué hora es?". Sin detenerse, el niño le dijo que eran las dos y veinte, porque los niños dan la hora sin detenerse ni un segundo, mientras que los adultos se sientan a esperarla. Escuché, por último, a mi perra ladrar de alegría cuando llegué a la casa. Me quiero imaginar que fue de alegría, porque yo, callado con las preguntas, le dije que jugáramos y ella me empezó a perseguir como si no hubiera mañana.
Y es que en días como hoy, en realidad, no hay mañana.

10 de febrero de 2012

Tu ausencia y la caja

"Déjate suelto el pelo, no te lo amarres ni te lo cortes, que así te ves muy bonita", pienso en decirte, pero no te digo nada. Me dan ganas de pedirte que sonrías cerrando los ojos y que no los abras hasta no agotar el último aliento de esa risa auténtica que se te sale, pero no te pido nada. Tu último pedazo lo metí en esa caja, junto con otras cosas que, supuestamente, alguna vez nos dieron sentido.
Por fin consideré necesario aprender a cerrar. Por eso escogí una caja grande, en la que cupieran todas tus cosas, incluso el insoportable vacío que sentí al ver cómo tus colores se hicieron grises. Por eso le puse mucho diurex, para que no se fueran a salir las cosas que tanto trabajo me costó meter, aunque algunas se alcanzaran a asomar. Por eso decidí no verte y que no me vieras, aunque al cerrar los ojos aún me imagino tu triste sonrisa. Por eso decidí cerrar, soltar, dejar ir, aunque un pedazo de ti —tu ausencia— se me haya quedado guardado en una caja.

26 de diciembre de 2011

Brillar en pedazos

La energía se mueve en rutas cíclicas. Y, aun con obstáculos en el camino, sólo conoce el origen al llegar al final.
De inmediato desconozco un pedazo brillante. Fulguroso. Veo el camino hacia la oscuridad iluminado. Al recorrerlo tiembla el piso y me quedo sin fuerzas para sostenerme en pie: la energía que sólo se transforma. Sentado y a ciegas pienso para dejar de sentir. Respiro lentamente mientras el aire se convierte en un flujo frío de sueños congelados. Para que la luz tenga sentido tiene que existir la oscuridad, pienso. Y para la música, silencio. Para el calor, frío. Quietud, para el movimiento.
Corro en círculos: no sé de qué huyo ni qué persigo. Pienso en una paradoja y al querer describirla me convierto en serpiente y me muerdo la cola. Después ya no quiero decir nada porque tengo miedo de no entender mis propias palabras. Busco la manera de fingir autenticidad y encuentro la verdad en un engaño del que ya no soy capaz. Tengo miedo de transformarme.
Afuera —mientras esto ocurre— el viento y el mundo hacen ruido, pero no quiero escuchar. Abro sólo una pequeña ventana y el mensaje es contundente: puedo evadir la realidad pero no puedo evadir las consecuencias de evadir la realidad. Duele. Tanto que me inundan las ganas de salir de mi encierro; pero me siento débil y desprotegido. Tanto que me invento una máscara con los retazos de un recuerdo incierto. Duele tanto que intento convencerme de que se trata de una broma, es sólo que no encuentro la manera de reírme.
Adentro (hay cosas que se quedan guardadas) busco brillar en pedazos para encontrar la oscuridad; tal vez así se quede atrás. Pero los puntos no se conectan, a pesar de ser tantos. Las líneas y los canales tienen rutas desconocidas, y no me atrevo a navegarlas. Descubro una trampa temporal que me permite enfrascar el tiempo perdido inútilmente, pensar que nada fue inútil.
Imagino árboles e intento narrar una historia que hable de un bosque, pero me pierdo. Imagino agua y trato de inventar un relato que salpique, pero me ahogo. Imagino el mundo y siento ganas de hablar de un viaje desconocido, pero olvido mis dimensiones y lo convierto todo en un círculo.
Desde un pedazo brillante, enfrasco el tiempo que he perdido al imaginarme imaginándomelo todo. Y pienso en lo que he ganado: un origen; caminar al fin.

21 de noviembre de 2011

Un día

Un día quise ser grande como Dios y que todos me vieran, pero me di cuenta de que Dios es pequeño y de que le gusta ocultarse.
Un día quise subirme a la piedra más grande del mundo y gritar y que todos me oyeran, pero me di cuenta de que estaba ya subido en una, y que mi silencio llegaría más lejos que cualquier palabra.
Un día quise volar, surcar los cielos y ser diferente a todos los demás, pero me di cuenta de que arriba es un lugar infinito y que quien se desprende pocas posibilidades tiene de jamás regresar.
Un día quise hacer todas las cosas que jamás se hubieran hecho y de romper con cualquier esquema, pero me di cuenta de que sólo podía terminar por romper conmigo mismo.
Un día salté sin ver qué hacía, y empecé a dar vueltas en círculos, y me mareé y vomité. No quise, por un tiempo, volver a saber nada de Dios, ni del mundo, ni del cielo, ni del infinito, ni de todas las cosas. Terminé callado.
Y así, sin decir nada, conocí el silencio.

26 de octubre de 2011

No sería artista

Cursaba la preparatoria cuando me di cuenta de que no sería artista. El trabajo era simple, y eso fue lo que más trabajo me costó. Porque el arte es una forma simple de decir algo complicado, yo yo tan acostumbrado a decir de la manera más complicada las cosas más simples. Recorrer una línea dando vueltas erráticas para llegar mareado al final.
No me di cuenta en el momento de la exposición del trabajo, pues en ese momento me imaginé que lo que había hecho rebasaba los límites de la creatividad, y en realidad rebasaba los límites de la sensatez y el buen gusto. Porque no sabía que el arte tenía sensatez y buen gusto; no sabía que el arte tenía límites.
Lo recuerdo con claridad porque para una de las secciones de mi video, "la vida sobre una rueda" (la premisa era excelente, pero la ejecución fue demasiado ambiciosa), utilicé la misma canción que un compañero utilizó para una animación excelente.
Y mi "cortometraje" duraba 30 minutos. Todos mis compañeros se sentían incómodos porque antes de que iniciara mi obra de arte les dije que no se podían reír —algo me imaginaba—. No cabe duda que la risa es la liberación de una tensión interna, porque cuando entró al salón otra compañera que no había escuchado mi advertencia y comenzó a burlarse abiertamente de mi trabajo, el resto del salón se dio el permiso de carcajearse junto con ella.
Pero no me di cuenta en ese momento, me doy cuenta ahora. Porque quise ser artista de esa y de muchas otras maneras y nunca, por más que lo intenté, pude comprender la esencia del arte. Comprendo ahora, en términos simples, que la esencia del arte no se puede comprender, pero se puede sentir. Ocurre que yo ya no siento nada.

27 de septiembre de 2011

Volví a sentir el gol

Pateé el balón con la punta. El árbitro había marcado fuera de lugar, así que le dije a mis compañeros que salieran, que yo lo pateaba.
Perdíamos uno a cero durante el primer tiempo hasta que nuestro delantero estrella marcó el primer gol a nuestro favor. Entonces empatábamos a uno. Y yo que creía que ya no podía sentir los goles, la esencia del futbol. Y como no teníamos cambios, el partido se empezó a ver gris. Sin cambios, ¿cómo lo íbamos a sacar? Gritando, pensé. Y así grité y gritamos para sacar el partido. Luego vino una lesión que nos dejó con diez y después una expulsión que nos dejó con nueve. Mientras tanto, el marcador seguía empatado. Por eso no dejé de gritar.
El futbol, sin embargo, se gana no sólo con gritos de apoyo y con buenas intenciones, también hay que patear el balón y hacer que termine en las redes del rival. El rival lo quería poner en las nuestras. Éramos menos y eso nos hizo más.
En uno de esos intentos del rival, el árbitro marcó fuera de lugar, y le dije a mis compañeros que yo lo patearía. Puse el balón en el piso y lo mandé a la otra mitad del campo. Ahí, uno de nuestros medios se lo dio con la cabeza a nuestro delantero estrella, quien anotó el dos a uno definitivo. Fue así que, tras la ausencia prolongada, volví a sentir un gol.
Tras la nube, tras el olvido, tras la desesperanza, seguimos gritando y pateando y apoyando. Seguir luchando para poder gritarlo: ¡gol!

6 de septiembre de 2011

Lo que perdí

Lo que perdí no lo perdí por ti. Acaso en tu compañía he ganado. Necesito reconocer una absurda necesidad: buscar la mejor forma de lastimarme. No, no fuiste tú quien me hizo estas heridas.
Sangré de noche para no hacer mucho escándalo; lo malo fue que al día siguiente las manchas se hicieron evidentes, no supe cómo ocultarlas. Después vinieron las cicatrices y los lamentos. Y no, no fue tu culpa.
Ahora que estamos solos, rendidos y en calma, necesito recordar de dónde es que viene la manía, la poesía, tu un beso, tus diez dedos, mi nada, tu todo. Porque ahora reflexiono sobre lo que perdí. ¿Por qué fue que le aposté todo a un sueño inexorable? Lo olvidé al despertar.
Y tu aliento lo hacía todo más húmedo y sensible. Por eso te respiré. Lo que perdí ya se fue y quizás nunca más regrese. Tengo que ver ahora qué es lo que me queda.
Y así, siempre, dentro de todo lo que se puede perder, olvidar, deshacer y romper, lo que me queda, lo que disfruto, lo que hace que ya no todo el tiempo duela, eres tú.
Lo que perdí para encontrarte. Sin dejar de buscarme, lo que encontré. 

4 de agosto de 2011

Vivir

Dejar ir no quiere decir suicidarse ni cruzar la puerta de la muerte. Soltar no quiere decir quitar toda la resistencia y permitirse caer libre en el pozo de la desolación. Liberarse quiere decir aceptar la vida.
Aceptar que todo deseo es negación del miedo. Entender que quien llega lejos no alcanza: huye. Abrazar la existencia como un constante intercambio de ideas que se repiten para formar una completa —perfecta— ilusión de novedad.
No hay nada nuevo bajo el Sol, pero está el Sol mismo y la luz que de él emana contiene todas las variedades.

31 de julio de 2011

Cuando salga

Cuando salga de esta miraré al cielo y me imaginaré una figura preciosa en las nubes. Veré tu cara sonriente y apreciaré que aunque la belleza sea dinámica nunca se va. Te tomaré las manos y sentiré tu calor.
Cuando crezca y vuelva a saber qué se siente estar contento, compartiré una risa genuina contigo y pondré más atención en los detalles insignificantes que le dan sentido al mundo que gira. Cuando deje de ver hacia la sombra interior dejaré que me contagies de tu luz y, con cuidado, encenderé una vela que dure mucho tiempo prendida.
Quise creer que la felicidad no existía y ahora que me he convencido, sé que la tristeza absoluta tampoco puede prolongarse indefinidamente. Cuando consiga hacerme grande, y vea todo lo que está pasando ajeno y pequeño, sé que estarás conmigo, como una parte fundamental de mi —de nuestro— tamaño.
Paciencia y movimiento, nada más.

28 de julio de 2011

Sobre la tristeza

En cualquier lugar; ilocalizable, perdida, pero presente. Ambigua, suficiente. Se apodera de pronto de mí y no me suelta. "Tendrás que hacer lo que sabes que tienes que hacer para liberarte de mí", me insinúa la tristeza en un sueño que no recuerdo. La veo volar, va de aquí para allá, viéndome a los ojos cada que desvío la mirada, cada que intento creer que hay algo más.
Tendré que hacer lo que sé que tengo que hacer, recuerdo al recordar el sueño que se olvida. Y resulta que no quiero hacer lo que tengo que hacer. Me pregunto en dónde se parte la delgada línea que divide el hacer del querer. Y entonces quiero hacerlo, entonces quiero hacer lo que sé que tengo que hacer. Pero no puedo. ¿En dónde está la línea que divide el querer y el poder? Está en la tristeza.
Hay tanta luz, me imagino, perdido en la sombra. Todos los días, constante e inevitablemente, el mundo se reduce a unas cuantas palabras que se repiten como el eco de un sonido horroroso. La vista se nubla cansada de no poder enfocar. La atención se disipa en un intento vano de conocer algo distinto. Yo me hundo en un remolino de un fulgor opaco y mordaz.
Luego me levanto mientras me siento arrastrado hacia el lugar más profundo que pueda describir. No lo describo. Intento entonces describir lo que siento sabiendo que lo más probable es que me pierda en un abismo indescifrable de palabras vacías. Me detengo por fin, en un constante movimiento sombrío, y lo digo: estoy triste, estoy muy triste.