30 de junio de 2014

Comezón

Si los mosquitos nos han enseñado algo, es que hay comezones que sólo dejando de rascar desaparecen.  O que no es lo más sensato apagar el fuego con gasolina.

27 de febrero de 2014

Hilo negro

Del hilo que dibuja el humo de un cigarro se desprende una idea sutil que quema.
Porque no es posible, dicen, descubrir el hilo negro.
¿Sería posible quemarlo?

9 de febrero de 2014

Terreno de juego

Nos gustaba practicar en nuestro lugar de origen.
Y dentro de las conversaciones que llenaban la práctica de sabor, nos gustaba soñar, juntos, con un día salir y conquistar el mundo. Cualquier mundo; real o imaginario, el tema de las prácticas, lo que las motivaba, era poder inventar uno que no necesitara de tan absurda distinción.
Pero ¿salir? ¿A dónde?
Así, nos sentimos preparados para un lugar nuevo, sin siquiera preguntarnos si esos ensayos nocturnos estaban dirigidos a aprender algo o si la práctica era el juego mismo.
Salimos. Ignorando el consejo que dice que no es necesario prepararse, sólo cargarse, y escuchando el que grita con silente elocuencia que no hay pedo, salimos.
¿A dónde?
Nos subimos al metrobús, cada quien con una cerveza en la mano, para colocarnos en un terreno desconocido. Porque lo conocido nos pareció insuficiente esa noche: teníamos hambre de un alimento que no alimentara. Era el momento de practicar un nuevo deporte. Escuchar tantos "no" como fuera posible. Cruzar la mirada con tantas miradas vacías como en el vacío mismo cupieran. Ver a la pretensión disfrazarse de casualidad y perseguir con lenta vehemencia una burbuja sin membrana.
Creímos así que llegábamos a la luna con un telescopio. Pero las ventanas --algunas oscuras, otras tapadas-- de las calles que se creen ciudades en una colonia con permanentes e imposibles aspiraciones nobiliarias, convirtieron un ruido indescifrable en un mensaje claro: la noche de ese viernes no brillaría la luna; era momento de enteder la oscuridad en las estrellas.
Un chiste mal contado en un café para sentarse a la mesa con un perro, pedir el sándwich más caro del menú y dirigir la mirada hacia la nada mientras cualquiera de los diez televisores del lugar muestra un partido de futbol imperceptible al margen de esa pasión que caracteriza a quienes entienden que los perros no comen sobre una mesa.
Y, sin embargo, la práctica de esa noche fue una de las más profundas. La luz de las ilusiones proyectó una gran sombra al impactarse con tantos sueños guardados en un tintero infinito. La sobra en la memoria de tres deseos mágicos, certeros y cálidos posibilitó la falta en el presente de la que tanto se podría aprender.
Una noche fría e incierta de trucos malogrados.
Caminamos entonces sin rumbo para descifrar por qué nuestros cuencos se hallaban llenos hasta el borde, por qué no cabía más, por qué era momento de vaciar las expectativas.
Por eso me dijiste al final, ya después de regresar al origen con ganas de jamás abandonarlo de nuevo, que era momento de cerrar esa carpeta hasta que una nueva se abriera sin anunciarlo.
Y me di cuenta de que lo relevante no era adquirir la habilidad hasta poder aplicarla indiscriminadamente en cualquier terreno, en cualquier situación, en la noche de cualquier día de la semana y ante cualquier vitrina --incluso la dibujada por un restaurante de pizza con cortinillas de plástico transparente--.
Lo relevante en ese momento fue entender que, si contaba los días, faltaban únicamente seis para conocerla y poder expulsar de la mente la idea de entrenar, practicar o prepararme: seis días para empezar, por fin, a jugar.

22 de enero de 2014

Adiós, silencio

Un grito se disfrazó de palabra, pero nadie le creyó.
Un beso se disfrazó de amor, pero nadie lo sintió.
Un hola se disfrazó de adiós, pero nadie se despidió.
Una canción se disfrazó de poema, pero nadie la leyó.
Una sombra se disfrazó de carne, pero nadie la tocó.
Un sonido se disfrazó de silencio, pero nadie lo escuchó.
Así, entonces, te hablo y sonrío.
Y ya no grito, sueno.
Te beso, siento amor.
Digo hola.
Te escribo un poema, un cuento, una canción.
Haciendo a un lado las sombras, sin disfraces
El silencio por fin se atreve y dice adiós.

13 de enero de 2014

Sobre el lugar más bonito de la tierra


Lo que termina siempre permite que algo más empiece.
Las ceremonias de despedida son ceremonias de bienvenida.
El llanto que producen algunas cosas cuando se van no es otra cosa que el miedo que producen algunas cosas cuando están por llegar.
Vislumbrar es el miedo más grande. Crecer es la mejor ceremonia. Llegar es la mejor despedida.
Me costó trabajo encontrar el espacio para despedirme de aquellos días suspendidos de la realidad de la semana, elevados a metros y metros sobre el nivel del mar, envueltos en un aire místico de humos engañosos y neblinas intermitentes. De dar y recibir goles. De intercambios costosos.
Aunque pudo haber ocurrido en cualquier otro lugar —y de cualquier otra manera— me di cuenta ahí, de golpe, en un solo momento: moriremos. Ellos. Yo. Todos. Una certeza nunca antes tan profunda.
Moriremos.
Diremos adiós a todo lo que contiene este continuo parpadear que es la vida. Adiós, como cuando el árbitro pita el final del partido. Y quería llorar y me reproché internamente que estuviera forzando mi propio llanto y al final lloré más de lo que quería.
Pero, ¿cómo no llorar después de conocer el lugar más bonito de la tierra y tener que abandonarlo? Así me aborda la emoción –cualquiera– cuando llega: el recorrido hacia el lugar más bonito de la tierra.
Aunque está alejado, quienes lo han visitado saben que es hermoso. Para llegar ahí es necesario recorrer un largo camino que lleva, primero, a una montaña bastante gris. La ruta es pesada y hace pensar, a cada paso, que no vale la pena, que no puede haber belleza que justifique el esfuerzo y la dificultad.
Pero el gris del recorrido y de la montaña que rodea al lugar cumple dos funciones fundamentales: desanimar a quien carece de la esperanza de encontrar belleza hasta en lo más feo y permitir que el contraste dote de sentido a la belleza única del lugar. Tras el largo recorrido –monótono, insípido, incómodo y, sobre todo, oneroso– se llega a una puerta que no promete mucho.
Es entonces cuando comienza un segundo recorrido; éste va llevando de lo cotidiano a lo extraordinario sin abandonar nunca la realidad, aunque en realidad sea imposible corroborarlo, pues la ruta de regreso es igual de gradual, lo cual hace que la transición parezca uno de esos sueños de los que despiertas a las tres de la mañana y olvidas al volver a dormir. Es la transición del segundo recorrido la más importante, pues para quienes fueron capaces de seguir avanzando ante el rigor y la pesadez del recorrido primero comienza lo inesperado.
Poco a poco, un camino rocoso, disparejo y descuidado, se va tiñendo del verde de los árboles que comienzan a aparecer para dar la bienvenida a la esperanza. De pronto, cuando hay suerte, el cielo se abre y todo lo que se puede ver es un verde fulguroso y destellante rodeado de árboles, cascadas y ríos. Al llegar a este espacio caprichoso y circunstancial, el tiempo se detiene (o se queda alrededor de la montaña, cuidándola de quienes no creen en la belleza) y las emociones (todas) emanan. Han encontrado un espacio para existir al margen del monitoreo de la conciencia. La conciencia también ha encontrado un espacio para dejar de hacer su trabajo por un tiempo (el tiempo que el tiempo decida suspenderse, o quedarse cuidando lo que gracias a la belleza ocurrirá) y así poder expandirse. Así, conciencia y emociones, juegan libres y no tienen nada que explicar a nadie. Sólo son.
Claro que no es posible permanecer en el lugar más hermoso de la tierra de manera indefinida, independientemente de que ahí el tiempo no ocurra, pues emociones y conciencia tienen límites que mucho les conviene respetar. Al agotarse de tanta libertad, se vuelven a reunir y el tiempo que cuidaba los alrededores de la montaña tiene que ingresar a cambiar las circunstancias que le permiten ser el lugar más bonito de la tierra. Es así como empieza el recorrido de regreso que, cuando la suerte, la sensatez y el sentimiento se conjuntan, será suave, gradual e indoloro. O casi indoloro, pues por más suave que sea la transición, el contraste entre el lugar más bonito de la tierra y la montaña gris que lo protege es suficiente para hacer sufrir a cualquiera. El tiempo recobra entonces su marcha original y la belleza deja de existir en todos los lugares menos en el recuerdo.
Algunos deciden que con una sola visita basta, pues la ruta hacia su perfección es cansada y desalentadora. Que hay que conocer lo horrible, pues, para poder captar la totalidad de su belleza. Dicen que hay quienes consiguen escaparse al paso del tiempo cuando éste decide regresar y cambiar las circunstancias, pero tarde o temprano son encontrados de golpe por la furia intempestiva de los años a los que intentaron escaparse. Dicen también que hay quienes lo visitan con frecuencia, aunque, al tratarse de un sitio circunstancial, no siempre encuentran ahí lo que esperaban al iniciar la búsqueda.
Si hay algo que vale la pena del lugar más bonito de la tierra es la lección que ofrece: la belleza se esconde en los lugares más grises, y su búsqueda es inútil (o, al menos, dolorosamente desalentadora) si no se toma en cuenta que la transición entre lo horrible y lo hermoso es sutil, onírica y efímera. Que al final, pues, vale más atesorar un espacio divino en la memoria que arruinar el recuerdo por retar repetidamente al tiempo.
¿Cuántas montañas gires desconocidas, protegidas celosamente por el tiempo, no atesorarán los lugares más bellos de la tierra?
Más importante, ¿qué sentido tendría la belleza si no fuéramos capaces de verla desaparecer? Saber que algo nuevo, desconocido y oculto todavía puede ocurrir. 
Es así como el lugar más bonito de la tierra puede ceder su título en una ceremonia de despedida que permita reconocer que quien busca la belleza jamás se conforma con encontrarla en un solo lugar.

24 de diciembre de 2013

Aprendiz eterno

Un rayo parte la noche en dos colores que permiten adivinar que hay un algo que se está cerrando para dar paso a un otro algo que, desde hace tiempo, se quiere abrir.
Sentado en la orilla de lo indescifrable, un pequeño sueña con un día hacer magia y transformar el miedo en amor. Pero, siente, le falta fuerza.
El miedo en esperanza. Pero, siente, le falta ilusión.
La quietud en movimiento. Pero, siente, le sobra filosofía.
Se sienta en medio de los dos colores que la morada calma previa al estridente sonido le regala.
"No temas", escucha en un instante infinito que de inmediato se desvanece.
Dos fuerzas amables que contrapuntean.
Crear para destruir. Destruir para crear.
Cerrar para abrir. Salir para entrar.
Y quiere hablar, pero estima conveniente guardar silencio primero.
Un trueno parte la noche en dos ecos que indican que el camino es hacia adelante. Ni hacia arriba ni hacia abajo: hacia adelante.
Ha aprendido, y no puede dejar de aprender, y sólo puede aprender. Por eso suelta.
Se suelta.
Continúa, sigue. Mira, y, con temor, vuelve a despertar.
Es la magia que le ha regalado la vida la que lo mueve ahora.
Vuela el miedo a caer. Camina el miedo a tropezar. Sube el miedo a bajar. Se va el miedo a estar.
Pasadas unas horas, vuelve a salir el sol, otra vez.
Llega así el día que, sin quemar, ilumina un nuevo equilibrio. Se llena de una débil fuerza que, a fuerza de olvidos, hace posible recordar.
Y, con silente magia, dice así:
No lo entiendas, siéntelo.



30 de agosto de 2013

Taxímetro

Había llegado a casa.
El protocolo de despedida dictamina que la conversación termina de una manera abruptamente sutil en el último tema tocado (la congestión automovilística que producen las manifestaciones, el resultado del último partido del América, lo difícil que está la situación del país) y que se paga lo que indique el taxímetro, redondeando siempre el monto a la siguiente unidad. Nos veíamos a los ojos a través de un espejo, colocado estratégicamente a un costado del espejo retrovisor, cuya función era mirar de cuando en cuando al pasaje del asiento de atrás.
Sus ojos, sin embargo, ofrecían algo más que un simple protocolo de despedida: no le interesaba el futbol, me había dicho minutos antes. El pago sería un pretexto, pues el intercambio de aquella noche se llevó a cabo en el plano de lo incomunicable, en el de las miradas que reflejan el momento exacto en el que dos fuerzas similares consiguen, por fin, hacer contacto para, quizás, nunca volverse a encontrar. De ahí la importancia de extender el intercambio más allá de los bips del taxímetro de un auto detenido.
Se orilló y puso las intermitentes.
Durante el trayecto le pregunté su opinión acerca de lo que ocurre después de la vida. "¿Después de la muerte?", me corrigió con precisión. Cuando alguien admite abiertamente no tener interés por el futbol, lo correcto es indagar lo que piensa sobre la muerte.
Me habló como sólo puede hablarse de lo que se conoce de primera mano; nadie se lo había dicho. "Del otro lado hay paz y el tiempo no existe. Es un lugar de pura tranquilidad. El cuerpo es sólo tu estuche, porque ahí la mente se expande y se convierte en lo que realmente es".
Me disponía a salir del taxi cuando, más allá del espejo, conseguimos reflejar la misma mirada. Me dijo que él ya había estado muerto, pero que su momento de eternidad todavía no había llegado, por lo que pudo (o fue obligado a) regresar.
Nos quedamos quince minutos (tiempo durante el que el tiempo dejó de transcurrir) a un costado del puente peatonal.
Vi en sus ojos el parpadeo de la edad. La posibilidad de crecer y conocer el dolor sin entregarse por completo a él. El encuentro de dos generaciones separadas por los años y unidas, por un momento, por la profundidad de lo que se nombra en silencio.
Antes de pagarle y salir, la noche nos envolvió en un aire de misticismo que se desvaneció en el momento en que cerré la puerta desde fuera.
Con el dedo índice, presionó un botón en su taxímetro, borró el monto acumulado durante nuestro viaje y arrancó.

25 de agosto de 2013

Momentos de eternidad

Perseguirla disfrazado. Hecho de piel hecha de células hechas de átomos que son, en lo fundamental, espacio vacío.
Ante la imposibilidad de ver lo que hay delante, voltear para atrás y ver que el tiempo no se detiene. El momento que contiene todos los momentos.
Miedo a nacer.
Miedo envuelto de llanto que cambia de forma y parece alegría y enojo y tristeza. Miedo al paso del tiempo. Miedo a crecer.
A madurar.
Ir perdiendo sensibilidades juveniles para adquirir fortalezas adultas. Endurecer. Callos en las manos que ya no sienten todo lo que tocan.
Dificultad para ver de lejos y la subsecuente necesidad de recurrir a la memoria o a la imaginación para intentar conocer lo que hay más allá del alcance de la vista.
Un instante que es segundo y día y mes. Un solo momento disfrazado de varios con líneas dibujadas a mano por un reloj al que hay que ir cambiando de pilas y por la cuadrícula de un calendario que a veces empieza en lunes y a veces en domingo.
A vivir.
Un momento de suspensión y de suspenso entre el principio y el fin.
Viaje continuo alrededor del sol que quema cuando se levanta y congela cuando se esconde, pero que nunca se va.
A morir.
Parpadear por última vez y corroborar lo incomunicable: la vida es el recuerdo postrero, se le ve pasar y sólo cobra sentido justo antes de expirar.
A la eternidad.
Perseguirla ya desnudo. Hecho de tiempo hecho de una sucesión infinita de eventos que se condensan y estallan en un eterno momento final.

20 de abril de 2013

Deja que sea sábado

Deja que sea sábado y que los impulsos más profundos que te llevan a moverte sin rumbo desaparezcan.
Deja que las velas que te impulsan bajen hasta el fondo de la verga que las sostiene para llegar a la correcta resolución de lo que es vivir sin un viento que les indique (caóticamente) a dónde han de guiar a los tripulantes del único barco que conocen.
Deja.
Deja. Deja con paciencia y déjalo y déjate. Deja que sea sábado y mira lo que quieras mirar sin hacer demasiadas preguntas. Que el miedo que te paraliza ya pronto se convertirá en amor.

Poder del unvierso

Salta cuando lo que parece más conveniente es quedarse sentado. Baila, cuando, aparentemente, no hay música. Canta, cuando el ritmo se ha quedado quieto. Juega, cuando el tiempo de descanso parace haber llegado al final. Cuando no hay guía, camina. Cuando todo parece osucro, ilumina. Cuando todo pesa, flota.
Calla cuando todo, temporalmente, encuentra la paz.
Si todo se hace igual, delimita, y une cuando las diferencias no permiten avanzar.
Es lo que hace a tu corazón latir, es lo que te hace respirar.
Es miedo en la superficie y amor en la profundidad.
Algunos le llaman magia, otros le llaman energía. Muy pocos, sin embargo, se conforman reconociendo que sólo en silencio se puede nombrar.

17 de febrero de 2013

En el presente

Centrarse en el presente consiste en encontrar el equilibrio necesario para no irse de boca ni caer de espaldas. No irse de boca al enunciar lo inexistente, lo que no ha ocurrido; no caer de espaldas al recordar lo que se escapó, lo que nunca regresará.
Un ahora hecho de agua. Salada o dulce, pero en constante flujo. Un ahora impregnado de valor: el único momento certero que se puede experimentar, la única realidad posible.
Ahora.
Ahora, mientras lees, lector. Ahora, mientras haces, actor. Ahora, mientras piensas, pensador.
Ahora, mientras callas, valor.

Hermosa mediocridad

Naces del centro y al centro llegas, hermosa mediocridad.
La gente te teme, pues los de arriba te utilizan como el peor de los ejemplos, y hacen que los de abajo escuchen para que te quieran superar.
Pero es tu balance lo que te engrandece, hermosa mediocridad. Es tu templanza. Es tu mitad.
No temas, hermosa mediocridad, de nunca subir al cielo, de nunca bajar al abismo, de encontrar tu tranquilidad.
De no tocar más la luz, de no ver más la osucridad.
Existes para que los del medio nos demos cuenta de que no hay nada que temerte, de lo hermosa que es tu verdad.