Era rítmico, Gonzalo (te escribo).
Arritmia en la explicación, pero desde el ritmo de la experiencia.
¿Sabes? Buscábamos lo opuesto al mismo tiempo. Y, aunque nos haya unido la distancia, nos separó el aterrizaje.
Por un momento largo, de casi dos años, pensé que fue la política. La trasformación cuatro veces pronunciada bajo la boca y sobre la mesa.
Pero no.
Era lo que buscábamos.
Buscar, pues: era eso.
Fue eso.
Es eso.
Es.
Que nos encontramos desde antes, claro.
Porque tú me buscaste y yo te esperaba desde diez años antes.
Te cuento y me entiendes:
En el año 99, se me ocurrió practicar con la idea de tener amigos, de modo que salí al cine (mi mamá me llevó) e invité a los que sonaban buenos candidatos. Estabas tú (entre los candidatos). Nadie llegó.
Luego, en el 2009 me invitaste. Y ahí hicimos click durante otros 10.
Luego se fue.
Regresará.
Me refiero a que nos encontramos en una sala de espera.
La vida se mide en ciclos de 10 años.
Décadas, que les llaman.
¿Recuerdas el paso a cuatro manos?
Fue hace seis. Más para allá que para acá.
Quiero decir que, aunque nos tomó 10 años la sincronía, por un tiempo la encontramos.
Y luego nos consolidamos en una sala de espera. Tú esperabas "florecer" a través de no necesitarla a ella, o de necesitarla en la memoria. Tu florecimiento era aprender a estar solo.
El mío, aprender a estar acompañado.
Buscaba la fantasía de compartir la vida con una pareja.
Te moviste hacia un lado y yo hacia otro.
A ti algo te secuestró más pronto (intuyo, imagino, hipotetizo) de lo que te tocaba.
Y tal vez (intuyo, imagino, hipotetizo, invento) sientas que te hayan robado un pedazote de juventud. Te escapaste a tiempo.
Tal vez tu fantasía era saborear la soledad.
Insisto en que intuyo e hipotetizo porque he dado tantas cosas por hecho que me he perdido de la posibilidad de escuchar, muchas veces, la realidad.
Porque, cuando llegamos, al mismo tiempo, no fue a ningún grado académico, ni a ningún plano geográfico.
Tampoco a una diferencia política.
Llegamos al sueño y, punzándolo, se convirtió en realidad.
Tú de liberarte, y sin saber cuánto costaba.
Yo de hacer un nido, ignorando lo mismo.
Será que, cuando acabemos de pagar, nos volveremos a encontrar.
13 de junio de 2020
13 de mayo de 2020
Abril en mayo
Antes lloraba mucho. No sé por qué dejé de llorar.
Sí sé.
Pero me da miedo.
Porque me gustaba llorar. No mucho.
O sea.
No me gustaba mucho llorar mucho. Ni me gustaba llorar
mucho.
Sólo me gustaba llorar. Así. De vez en cuando.
Sólo que antes lloraba mucho.
Sólo que antes lloraba mucho.
Mi papá me enseñó que estaba bien ser hombre y llorar. De
ahí el choque del espíritu cuando me ridiculizaban por llorar y me decían
nombres despectivos asociados.
Es que, decía, dejé de llorar. Al menos, dejé de llorar
mucho.
Y el miedo a reconocer por qué es que llorar (mucho o sin adverbios)
me daba más de lo que me quitaba. Me daba paz en medio de la tormenta de las
emociones sin regulador.
Luego encontré una reguladora que me encontró a mí.
Y ahora, no llorar (con adverbios de más o en su ausencia)
me da más de lo que me quita. Me quita que extraño y recuerdo. Me da cierta paz
a la que, con el paso del tiempo, le he llamado madurez.
Hace cinco años salí del infierno. Lloraba mucho y lloraba
sin control.
Afuera ahora, lloro poco.
Mi hermana me hace llorar a menudo.
Hubo mucho tiempo en que quise ser escritor. Ella sí lo
hizo. Es escritora. Entonces escribe cosas desde el corazón, con el corazón y
para el corazón. Fuente, arena y destino, su escritura se caracteriza por tener
siempre mucho corazón. Entonces lloro mucho cuando leo las cosas que escribe. Y
ese es ahora mi desregulador necesario que a veces extraño. Extrañar es lo que
me quitó aprender a no llorar tanto. Vivir es lo que me dio.
Mi hermana me inyecta vida con esas extrañezas que hace
bailar en mis sentimientos cuando escribe y, sin querer, o sin saber, me hace
llorar.
Ella, decía, sí se hizo escritora, y tal vez yo quería serlo
por esa parte de uno que siempre quiere ser como una parte del hermano, cuando
hay. Ella siempre cuenta chistes que no siempre le llegan a los míos. Y es su
parte que puede querer ser como la parte del hermano que soy yo: hacerla reír.
Los dos maduramos en nuestros propios árboles y jardines y
con nuestros propios relojes y bajo nuestros propios criterios.
Después de casi un año de no tocar las aguas azules, esta
escritura es un homenaje a esa parte que admiro de mi hermana: cómo escribe y
cómo en ese tejido referencial de relaciones arbitrarias que son las letras, me
toca siempre el corazón.
Yo me emociono mucho cuando, por teléfono, por video, o por
accidente en la calle, la hago reír y volvemos a ser esos niños que pelean con
almohadas hasta hacerse lo que el otro más quiere, aunque sea sólo por un
ratito, antes de regresar a sólo ser, transitando siempre por estar en donde el
otro más lo necesita.
24 de agosto de 2019
Dr. Arritmia
La arritmia del mundo, su baile a destiempo, no era del mundo, sino de cómo lo miraba.
Hace años, un amigo me extendió la mano y decidí tocarla. Estabas ahí, Silvestre.
Luego fuimos aprendiendo a jugar juegos nuevos, a nombrar otros nombres, a tomar tiempos atemporales; ensayos c(l)ínicos de mirar la luz de la noche y mojarnos en su sequía. Eso pienso: aprendimos. De uno, de otro, de los dos, de nosotros.
Qué nos unía, qué nos separaba. Cuándo estuvimos cerca, cuándo lejos. Dónde hubo ganas de seguir, dónde de parar.
Y el corazón siguió latiendo.
El alma refulgiendo.
La voz palpando.
El nombre recordando.
Y el sonido del silencio.
Fue un café a las ocho de la noche, porque los de la mañana, sin ti, no contaban.
Qué nos juntó: decidiste que seríamos amigos. Yo acepté. Qué nos separó: siempre me costó trabajo creer.
Entramos después en arritmia, en baile a destiempo. No es la amistad, sino cómo la miramos.
Hoy, desde la memoria.
¿Será que llegamos al mismo tiempo a esa tierra prometida? ¿Será que palpar esa fantasía imposible solo sería posible si le desdibujábamos el sueño? ¿Será que lo necesitábamos?
Llegamos, Goncey (mi amor así te nombró).
Llegamos, cada quien por su lado, a donde queríamos llegar juntos.
Estar juntos nunca estorbó para estar, para querer llegar a algún lugar.
Estar lejos no estorbó para llegar.
Punzar esa burbuja del deseo de florecer tarde y, por fin, florecer a tiempo.
Hace años, un amigo me extendió la mano y decidí tocarla. Estabas ahí, Silvestre.
Luego fuimos aprendiendo a jugar juegos nuevos, a nombrar otros nombres, a tomar tiempos atemporales; ensayos c(l)ínicos de mirar la luz de la noche y mojarnos en su sequía. Eso pienso: aprendimos. De uno, de otro, de los dos, de nosotros.
Qué nos unía, qué nos separaba. Cuándo estuvimos cerca, cuándo lejos. Dónde hubo ganas de seguir, dónde de parar.
Y el corazón siguió latiendo.
El alma refulgiendo.
La voz palpando.
El nombre recordando.
Y el sonido del silencio.
Fue un café a las ocho de la noche, porque los de la mañana, sin ti, no contaban.
Qué nos juntó: decidiste que seríamos amigos. Yo acepté. Qué nos separó: siempre me costó trabajo creer.
Entramos después en arritmia, en baile a destiempo. No es la amistad, sino cómo la miramos.
Hoy, desde la memoria.
¿Será que llegamos al mismo tiempo a esa tierra prometida? ¿Será que palpar esa fantasía imposible solo sería posible si le desdibujábamos el sueño? ¿Será que lo necesitábamos?
Llegamos, Goncey (mi amor así te nombró).
Llegamos, cada quien por su lado, a donde queríamos llegar juntos.
Estar juntos nunca estorbó para estar, para querer llegar a algún lugar.
Estar lejos no estorbó para llegar.
Punzar esa burbuja del deseo de florecer tarde y, por fin, florecer a tiempo.
2 de abril de 2018
Persiguiendo escapes
Mil veces me he querido escapar. Mil veces lo he hecho.
Pero hoy me quedo.
En tu voz, ploqui.
En tu llanto.
Con tu visión en blanco y negro desarrollaste ese tacto cromático.
Vidente de montañas nocturnas y paisajes llenos de luz.
Tu predicción educada facilitó el espacio para lo que ahora ocurre.
Acostados, hablaste de dos complementos. Para mi alma que, cansada de nadar en ríos-misterio, encontró tu laguna de profundidad infinita.
Para tu oculto amor que, cansado de escondites temporales, encontró refugio.
Al mar abierto le tengo miedo.
Al espacio exterior.
A esas estrellas a miles de años luz de distancia.
Porque nuestra vida da para una sola estrella.
Tu predicción habló de que sea ésta la nuestra.
Si me escapo, será en tu mano, agarrado fuerte.
Estrella-guía, construimos este cimiento dinámico y digno.
Afuera nos mueve la amenaza de que la casa se derrumbe, pero el sótano no es la respuesta: es la azotea.
Tu antena en mi tele.
Mis subtítulos en tu película.
Calculamos no el riesgo de no volvernos a ver, sino el riesgo de vernos bien, de cerquita.
De cerquísima.
Con mi miopía a la distancia desarrollé este tacto geográfico de mapas internos y viajes orientados por el viento.
Le pusiste música a mi monólogo y lo convertimos en canción. Le puse letra a tu afecto y bailamos.
Tantas veces como mi obsesión por tu amor te nombre de manera consecutiva.
También en silencio:
Puedes llorar todas las veces sin pedir perdón.
En un video pateas la pelota con tu propia gracia y entrelazas deseo con disciplina para que entre en mi vida.
Vamos persiguiendo nuevos escapes ahora.
Ahora que tengo con quién escaparme, no de quién.
Ahora que encuentro un jardín fértil, no una semilla aleatoria.
Ahora que construyo en la vigilia y no en el sueño.
Despiertos, cuidando la realidad del otro a través del cuidado de nuestra propia realidad.
Pero hoy me quedo.
En tu voz, ploqui.
En tu llanto.
Con tu visión en blanco y negro desarrollaste ese tacto cromático.
Vidente de montañas nocturnas y paisajes llenos de luz.
Tu predicción educada facilitó el espacio para lo que ahora ocurre.
Acostados, hablaste de dos complementos. Para mi alma que, cansada de nadar en ríos-misterio, encontró tu laguna de profundidad infinita.
Para tu oculto amor que, cansado de escondites temporales, encontró refugio.
Al mar abierto le tengo miedo.
Al espacio exterior.
A esas estrellas a miles de años luz de distancia.
Porque nuestra vida da para una sola estrella.
Tu predicción habló de que sea ésta la nuestra.
Si me escapo, será en tu mano, agarrado fuerte.
Estrella-guía, construimos este cimiento dinámico y digno.
Afuera nos mueve la amenaza de que la casa se derrumbe, pero el sótano no es la respuesta: es la azotea.
Tu antena en mi tele.
Mis subtítulos en tu película.
Calculamos no el riesgo de no volvernos a ver, sino el riesgo de vernos bien, de cerquita.
De cerquísima.
Con mi miopía a la distancia desarrollé este tacto geográfico de mapas internos y viajes orientados por el viento.
Le pusiste música a mi monólogo y lo convertimos en canción. Le puse letra a tu afecto y bailamos.
Tantas veces como mi obsesión por tu amor te nombre de manera consecutiva.
También en silencio:
Puedes llorar todas las veces sin pedir perdón.
En un video pateas la pelota con tu propia gracia y entrelazas deseo con disciplina para que entre en mi vida.
Vamos persiguiendo nuevos escapes ahora.
Ahora que tengo con quién escaparme, no de quién.
Ahora que encuentro un jardín fértil, no una semilla aleatoria.
Ahora que construyo en la vigilia y no en el sueño.
Despiertos, cuidando la realidad del otro a través del cuidado de nuestra propia realidad.
15 de marzo de 2018
Marca Silvestre
Su propensión a las lagañas acusan que se ha despertado tarde. Cuándo no.
El día, sin embargo, es largo.
Hay tiempo.
No siempre tanto como él quisiera, pero hay.
Últimamente los días han sido más largos, pues está creciendo.
Ubicado irrevocablemente (quizás sin preverlo ni decidirlo) en una rotunda "Y", un impacto lo ha partido en dos pedazos que ahora buscan reconciliación.
Y la encontrará. Quizás no ahora, pero la encontrará.
El día está para otras cosas.
Para explorar la vida partido en dos.
Para conocer de cerca el dolor y entender que nada se va hasta no dejarnos lo que nos tiene que enseñar.
Para aceptar que las bifurcaciones son la marca de agua de la naturaleza.
Para creer.
Para volver a sentir.
Para soltar.
Para crecer.
Su florecimiento ha sido tardío, pero inequívoco, y ahora se talla los ojos y se desprende de esas lagañas que por tanto tiempo han sido su propia marca.
¿Qué hacer con esa emoción que durante tanto tiempo evitó? Toca tocarla.
Un (in)oportuno crossfade anuncia cambios de ritmo.
¡Qué es esa música desconocida! Piensa.
No la quiere tocar. No la quiere bailar. No la quiere escuchar.
Extraña la melodía de la canción que terminó.
Es cierto que la casa se siente muy fría. Que la cama se siente muy grande. Muy densas las cobijas.
Muy pesada la bicicleta.
Muy lejano el destino.
Y, aunque algunos días son mejores que otros, son los días malos, hasta hoy desconocidos, los que no soporta.
Sin embargo, se quita esas cobijas, se levanta de esa cama y habita esa casa: es su casa ahora. Se sube a esa bicicleta y acepta ese destino, cuya ruta, llena de bifurcaciones, le recuerda que también dejar de decidir es una decisión.
A pesar de que extraña esa otra melodía, abre los oídos y escucha lo que ahora suena. Aún con el dolor en los pies, baila. Toma esa guitarra y toca: toca tocarla.
No es tan malo.
Mira las lagañas cristalizadas en sus dedos. Luego lo cree. Se las sacude, las suelta.
Crece.
Toca crecer.
Siente. No siempre lo que él quisiera, pero siempre siente.
La vida hoy está para eso.
Hoy está vivo, y en qué momento.
El día, sin embargo, es largo.
Hay tiempo.
No siempre tanto como él quisiera, pero hay.
Últimamente los días han sido más largos, pues está creciendo.
Ubicado irrevocablemente (quizás sin preverlo ni decidirlo) en una rotunda "Y", un impacto lo ha partido en dos pedazos que ahora buscan reconciliación.
Y la encontrará. Quizás no ahora, pero la encontrará.
El día está para otras cosas.
Para explorar la vida partido en dos.
Para conocer de cerca el dolor y entender que nada se va hasta no dejarnos lo que nos tiene que enseñar.
Para aceptar que las bifurcaciones son la marca de agua de la naturaleza.
Para creer.
Para volver a sentir.
Para soltar.
Para crecer.
Su florecimiento ha sido tardío, pero inequívoco, y ahora se talla los ojos y se desprende de esas lagañas que por tanto tiempo han sido su propia marca.
¿Qué hacer con esa emoción que durante tanto tiempo evitó? Toca tocarla.
Un (in)oportuno crossfade anuncia cambios de ritmo.
¡Qué es esa música desconocida! Piensa.
No la quiere tocar. No la quiere bailar. No la quiere escuchar.
Extraña la melodía de la canción que terminó.
Es cierto que la casa se siente muy fría. Que la cama se siente muy grande. Muy densas las cobijas.
Muy pesada la bicicleta.
Muy lejano el destino.
Y, aunque algunos días son mejores que otros, son los días malos, hasta hoy desconocidos, los que no soporta.
Sin embargo, se quita esas cobijas, se levanta de esa cama y habita esa casa: es su casa ahora. Se sube a esa bicicleta y acepta ese destino, cuya ruta, llena de bifurcaciones, le recuerda que también dejar de decidir es una decisión.
A pesar de que extraña esa otra melodía, abre los oídos y escucha lo que ahora suena. Aún con el dolor en los pies, baila. Toma esa guitarra y toca: toca tocarla.
No es tan malo.
Mira las lagañas cristalizadas en sus dedos. Luego lo cree. Se las sacude, las suelta.
Crece.
Toca crecer.
Siente. No siempre lo que él quisiera, pero siempre siente.
La vida hoy está para eso.
Hoy está vivo, y en qué momento.
15 de enero de 2017
Marea
El vaso de agua en el que me estaba ahogando era frío de lejos. Buscaba desesperadamente quién me salvara, cuando era de mí de quien tenía que cuidarme.
De mis ideas. Mis fantasías. Mis necesidades excesivas.
La noche de ese jueves necesitaba lengua, y salí a buscarla.
Luego a ti.
Habíamos dado el salto de la muerte el día anterior y, después de cerca de tres horas de asombro, me quedé confundido. Agridulce. Lo que se va y lo que llega. Lo que se busca y lo que se encuentra. Soltar para poder recibir.
Llegó después el viernes. Me bañé entonces, de cerca, con el calor de un contacto íntimo, pero mi pensamiento ya estaba agitado desde otras aguas. Y, como no me quería ahogar, te contemplé como una tabla de salvación.
Tu bálsamo calmó el incesante vaivén de quien construye, a la fuerza, una idea en una sola dirección. Que el amor que quería inventar no tenía punto de apoyo. Que esas cosas no se buscan. Que los excesos del fin de año resultaron en tres encuentros pasajeros.
Es cierto que el que busca, encuentra, aunque no siempre se encuentre lo que se busca. Que te encontré por "accidente", aunque el accidente fuera la búsqueda misma. Porque el exceso de lengua me intoxicó sin darme cuenta, y llegaste así la noche del sábado.
Me abrazaste, a pesar del frío. Me besaste, a pesar del revuelto. Te quedaste, a pesar de lo extraño. Me llevaste al hospital, a pesar del miedo (tal vez gracias a él). Sin fuerza, encontré un ritmo orgánico.
Pero el vaso en el que me estaba ahogando seguía ahí. Igual de frío e igual de lejano. Recordé la regla de los tres días y quise disfrazar de suya una decisión que no me atreví a tomar yo. Empecinado en ahogarme, la volví a buscar; intenté escribir la segunda parte de un "Uno" forzado, pero no hubo más qué escribir.
Dos, pues creí que era el dos el número correcto, pero me di cuenta de que mi corazón no se puede dividir.
No sé qué oscuro placer encuentre en quemar los puentes, en apagar las velas, en trancar las puertas que no quiero volver a tocar, pero la fuerza de la costumbre me volvió a llevar ahí. La decisión fue mía: no volver a hablar, pues nuestras intenciones y ritmos eran distintos desde el comienzo, y no pudimos llegar a un acuerdo en los nombres ni en la velocidad.
Entonces me dijiste que no serías mi tabla de salvación. Cuando parecía, realmente, que me estaba ahogando, me di cuenta de que lo único que necesitaba era vomitar. Vomité, pues, y me tomaste la mano. Pensé que saldrías corriendo, que te arrinconarías en la cama, que sentirías asco; pero me tomaste la mano.
No necesitaba una tabla de salvación: necesitaba salir de ese vaso.
Dejé el agua estática y se movió la marea.
De mis ideas. Mis fantasías. Mis necesidades excesivas.
La noche de ese jueves necesitaba lengua, y salí a buscarla.
Luego a ti.
Habíamos dado el salto de la muerte el día anterior y, después de cerca de tres horas de asombro, me quedé confundido. Agridulce. Lo que se va y lo que llega. Lo que se busca y lo que se encuentra. Soltar para poder recibir.
Llegó después el viernes. Me bañé entonces, de cerca, con el calor de un contacto íntimo, pero mi pensamiento ya estaba agitado desde otras aguas. Y, como no me quería ahogar, te contemplé como una tabla de salvación.
Tu bálsamo calmó el incesante vaivén de quien construye, a la fuerza, una idea en una sola dirección. Que el amor que quería inventar no tenía punto de apoyo. Que esas cosas no se buscan. Que los excesos del fin de año resultaron en tres encuentros pasajeros.
Es cierto que el que busca, encuentra, aunque no siempre se encuentre lo que se busca. Que te encontré por "accidente", aunque el accidente fuera la búsqueda misma. Porque el exceso de lengua me intoxicó sin darme cuenta, y llegaste así la noche del sábado.
Me abrazaste, a pesar del frío. Me besaste, a pesar del revuelto. Te quedaste, a pesar de lo extraño. Me llevaste al hospital, a pesar del miedo (tal vez gracias a él). Sin fuerza, encontré un ritmo orgánico.
Pero el vaso en el que me estaba ahogando seguía ahí. Igual de frío e igual de lejano. Recordé la regla de los tres días y quise disfrazar de suya una decisión que no me atreví a tomar yo. Empecinado en ahogarme, la volví a buscar; intenté escribir la segunda parte de un "Uno" forzado, pero no hubo más qué escribir.
Dos, pues creí que era el dos el número correcto, pero me di cuenta de que mi corazón no se puede dividir.
No sé qué oscuro placer encuentre en quemar los puentes, en apagar las velas, en trancar las puertas que no quiero volver a tocar, pero la fuerza de la costumbre me volvió a llevar ahí. La decisión fue mía: no volver a hablar, pues nuestras intenciones y ritmos eran distintos desde el comienzo, y no pudimos llegar a un acuerdo en los nombres ni en la velocidad.
Entonces me dijiste que no serías mi tabla de salvación. Cuando parecía, realmente, que me estaba ahogando, me di cuenta de que lo único que necesitaba era vomitar. Vomité, pues, y me tomaste la mano. Pensé que saldrías corriendo, que te arrinconarías en la cama, que sentirías asco; pero me tomaste la mano.
No necesitaba una tabla de salvación: necesitaba salir de ese vaso.
Dejé el agua estática y se movió la marea.
30 de diciembre de 2016
Uno
Salí de bañarme y sonó el teléfono, pero nadie contestó. Hablaban para amenazar: sabían dónde vivíamos y querían dinero; mi cabeza, sin embargo, ya estaba en otro lado: yo lo que quería era conocerte; mi cabeza estaba contigo, Clau. Se me borró así el miedo, pues encontré un pretexto para estresarme por otra razón y salir.
Me gusta llegar en punto.
Supe después (me dijiste) que estabas nerviosa. Así desaparecieron las amenazas. Llegamos ahí y, retando las expectativas, dimos la cara.
Qué pinche bonita estás, pensé. Incluso te dije que me gustabas, vieja costumbre.
Fluyó, con ex parejas de por medio y todo, fluyó. Peldaños de escaleras conducentes a ese momento, fluyó.
Cerveza, mezcal y viejas costumbres.
Día uno. Salida uno. Cita uno. Y, aunque estaba permitido hablar de lo que fuera, tuve que levantarme cuando te escuché decir de más. Sensible, notaste que algo no me gustó: preguntaste, contesté: ¿qué me importaba saber lo increíble de ese encuentro pasado? Hablamos de otra cosa entonces, y recordé el miedo que me da enamorarme.
Porque me gustas. ¿Te lo dije?
Sin referentes. Cada momento es distinto; cada encuentro, cada salida, cada posibilidad infinita en esa mirada cercana.
Si cuento el uno, es porque habrá dos, Clau. Porque hubo cero, también, aunque no lo recuerde; ofrecerte vivir juntos (viejas costumbres) y tener hijos y todas esas cosas que definen mi intensidad.
Subidos ya en el coche, de regreso, luego de horas que se fueron entre anécdotas descalabrantes, contactos tímidos de ganas de más y la sensatez de ir lento, te toqué la oreja y supe que habías renunciado a ser duende (sin éxito). Luego la mano. Luego el aire. ¿Sentiste?
Hay ritmos indescifrables que anuncian cambios de tiempo. Inicios en el final y cosquillas en el estómago. No me importaba la talla de tu mano, ¿ a ti sí? Importaba la piel.
Llegamos y te abracé cuando lo que correspondía era besarnos. Pero, dices (y te creo), hay que ir lento. ¿Qué sería del uno sin dos?
Mientras tanto, espero con ansia a que suene el teléfono y recuerdo como nunca con tanta claridad lo mal que me pone enamorarme. Lo bien que se siente. Lo lejos que está ese final que puede llegar en cualquier momento cuando un intercambio de deseos dictamina el inicio del juego.
Día uno: llegamos.
Me gusta llegar en punto.
Supe después (me dijiste) que estabas nerviosa. Así desaparecieron las amenazas. Llegamos ahí y, retando las expectativas, dimos la cara.
Qué pinche bonita estás, pensé. Incluso te dije que me gustabas, vieja costumbre.
Fluyó, con ex parejas de por medio y todo, fluyó. Peldaños de escaleras conducentes a ese momento, fluyó.
Cerveza, mezcal y viejas costumbres.
Día uno. Salida uno. Cita uno. Y, aunque estaba permitido hablar de lo que fuera, tuve que levantarme cuando te escuché decir de más. Sensible, notaste que algo no me gustó: preguntaste, contesté: ¿qué me importaba saber lo increíble de ese encuentro pasado? Hablamos de otra cosa entonces, y recordé el miedo que me da enamorarme.
Porque me gustas. ¿Te lo dije?
Sin referentes. Cada momento es distinto; cada encuentro, cada salida, cada posibilidad infinita en esa mirada cercana.
Si cuento el uno, es porque habrá dos, Clau. Porque hubo cero, también, aunque no lo recuerde; ofrecerte vivir juntos (viejas costumbres) y tener hijos y todas esas cosas que definen mi intensidad.
Subidos ya en el coche, de regreso, luego de horas que se fueron entre anécdotas descalabrantes, contactos tímidos de ganas de más y la sensatez de ir lento, te toqué la oreja y supe que habías renunciado a ser duende (sin éxito). Luego la mano. Luego el aire. ¿Sentiste?
Hay ritmos indescifrables que anuncian cambios de tiempo. Inicios en el final y cosquillas en el estómago. No me importaba la talla de tu mano, ¿ a ti sí? Importaba la piel.
Llegamos y te abracé cuando lo que correspondía era besarnos. Pero, dices (y te creo), hay que ir lento. ¿Qué sería del uno sin dos?
Mientras tanto, espero con ansia a que suene el teléfono y recuerdo como nunca con tanta claridad lo mal que me pone enamorarme. Lo bien que se siente. Lo lejos que está ese final que puede llegar en cualquier momento cuando un intercambio de deseos dictamina el inicio del juego.
Día uno: llegamos.
27 de octubre de 2016
Flor
Flor ilumina el lugar a las siete cuarenta y cinco de la mañana. Su luz, que trasciende esa sonrisa genuina y dispuesta, me ubica: estoy en el lugar correcto, por más que los fantasmas del deber y la obligación se cuelen por las costillas al corazón y me hagan dudar.
Así, aunque me suden las manos, aunque tenga que fumar tres o cuatro cigarros con el estómago vacío, aunque la música de la radio no toque todas las fibras por ser tan temprano, aunque tenga que recorrer a conciencia el dolor de la invención de un hábito nuevo y benéfico (crecer), abro la puerta: Flor está ahí.
Para ella, la realidad del mundo se construye con palabras. Yo he aprendido a escuchar su silencio, que muchas veces dice más. A través de la mirada me comunica que está bien, que, aunque el camino sea incierto, hay que recorrerlo y averiguar por qué. Por eso, quizás, sus preguntas son tan precisas: alimenta con dudas el espacio invisible que rodea a la certidumbre.
Flor dice que, si lo piensas bien, todos vivimos en un monólogo constante; que las cosas que decimos, cuando hablamos, las decimos para nosotros mismos; que las cosas que hacemos, cuando actuamos, las hacemos para nosotros mismos. No sé qué piense de lo que se comunica sin palabras, no se lo he preguntado. Del reflejo en dos miradas. De los vínculos sin nombre.
Mi idea de Flor (tejido de admiración, realidad, belleza y fantasía) ha sido el combustible para seguir trabajando. Me ha impulsado a tomar de la mano a mis monstruos y caminar con ellos. Mi idea de Flor me dice que vale la pena el esfuerzo, que el recorrido es mucho más importante que la llegada. Me levanta todas las mañanas y me hace salir de la cama y creer que puedo estar preparado para lo que venga, a pesar de las dudas y del miedo; sobre todo, gracias a las dudas y al miedo. Me ha ayudado a entender que mi vulnerabilidad es mi mayor fortaleza.
Flor es amante de la vida: su risa la delata. Está comprometida con su palabra y con lo que ésta llegue a tocar. No enseña: contagia. Sabe que "saber" viene de sabor, y lo disfruta.
Por eso llego temprano, abro la puerta, la veo y sonrío también. Descubro entonces que no es sólo la presencia de Flor en ese lugar lo que me da luz, es también la mía.
Así, aunque me suden las manos, aunque tenga que fumar tres o cuatro cigarros con el estómago vacío, aunque la música de la radio no toque todas las fibras por ser tan temprano, aunque tenga que recorrer a conciencia el dolor de la invención de un hábito nuevo y benéfico (crecer), abro la puerta: Flor está ahí.
Para ella, la realidad del mundo se construye con palabras. Yo he aprendido a escuchar su silencio, que muchas veces dice más. A través de la mirada me comunica que está bien, que, aunque el camino sea incierto, hay que recorrerlo y averiguar por qué. Por eso, quizás, sus preguntas son tan precisas: alimenta con dudas el espacio invisible que rodea a la certidumbre.
Flor dice que, si lo piensas bien, todos vivimos en un monólogo constante; que las cosas que decimos, cuando hablamos, las decimos para nosotros mismos; que las cosas que hacemos, cuando actuamos, las hacemos para nosotros mismos. No sé qué piense de lo que se comunica sin palabras, no se lo he preguntado. Del reflejo en dos miradas. De los vínculos sin nombre.
Mi idea de Flor (tejido de admiración, realidad, belleza y fantasía) ha sido el combustible para seguir trabajando. Me ha impulsado a tomar de la mano a mis monstruos y caminar con ellos. Mi idea de Flor me dice que vale la pena el esfuerzo, que el recorrido es mucho más importante que la llegada. Me levanta todas las mañanas y me hace salir de la cama y creer que puedo estar preparado para lo que venga, a pesar de las dudas y del miedo; sobre todo, gracias a las dudas y al miedo. Me ha ayudado a entender que mi vulnerabilidad es mi mayor fortaleza.
Flor es amante de la vida: su risa la delata. Está comprometida con su palabra y con lo que ésta llegue a tocar. No enseña: contagia. Sabe que "saber" viene de sabor, y lo disfruta.
Por eso llego temprano, abro la puerta, la veo y sonrío también. Descubro entonces que no es sólo la presencia de Flor en ese lugar lo que me da luz, es también la mía.
2 de agosto de 2016
Diez años
Nos gusta imaginarnos que nos conocimos a los diez años. Que nos gustábamos entonces como nos gustamos ahora. ¿Es posible que alguna vez nos hayamos gustado como nos gustamos ahora?
Su foto hace ruido, sin embargo. No sé si en la imaginación o en la realidad,
en el latido o en la memoria,
pero la reconozco.
Nos reconocemos:
Algo en la mirada.
la sonrisa.
el tiempo.
Porque son diez años si no fue a los diez, igual.
Y la velocidad de los años nunca es lineal.
Siempre hay espacios, pautas, ritmos.
Pasaron diez años para encontrarnos sin dejar de vernos.
A veces con la mirada, con las manos,
con el recuerdo.
Tener lo que más quieres hace posible perder lo que más quieres
--encontrarnos sin tenernos, sin perdernos.
Hacernos,
en el otro,
algo más.
Su foto hace ruido, sin embargo. No sé si en la imaginación o en la realidad,
en el latido o en la memoria,
pero la reconozco.
Nos reconocemos:
Algo en la mirada.
la sonrisa.
el tiempo.
Porque son diez años si no fue a los diez, igual.
Y la velocidad de los años nunca es lineal.
Siempre hay espacios, pautas, ritmos.
Pasaron diez años para encontrarnos sin dejar de vernos.
A veces con la mirada, con las manos,
con el recuerdo.
Tener lo que más quieres hace posible perder lo que más quieres
--encontrarnos sin tenernos, sin perdernos.
Hacernos,
en el otro,
algo más.
25 de junio de 2016
Volverte a ver
Recordaré la noche en que volví a ver chispas en un cuarto oscuro.
Cuatro tragos de mezcal, chava, más la cerveza que ayudara a bajarlo, y los saltos de chapulín que da el corazón cuando la sangre irriga ahí, directo, en vez de distraerse en otras partes.
Recordaré caminar en la calle y sentir el pasado. La posibilidad infinita del dolor que permanece sólo el tiempo necesario, y luego se va.
Cuatro meses (podrían ser más, podrían ser menos) de corazón-trizas cuando el tiempo se mide en latidos. Por eso no me pasó el tiempo hasta que me pediste que me fuera.
Sonaba lo que quería escuchar, y, hablando de rompimientos, un vaso estrelló la noche y alejó tus labios, recuerdo vago.
Tu cuello, estirado.
Y las ganas de estar afuera, sintiendo el aire, sola.
"¿Qué pasa por tu cabeza?", me preguntaste, subida en una nube rosa invisible. Los chispazos luciernágicos acomodaron mi sorpresa en silencio (oscuras conclusiones incomunicables).
De lejos, el tiempo pidió tregua para convertirse en más latidos.
Personalidad dinámica de novedades repetitivas en tu mirada.
El pasado cobró en gestos la posibilidad de no sentir nada por querer sentir de más, y, como quien aprende a jugar un juego dividido en dos tiempos, saboreé un salto imposible.
Tipo chapulín, sabor limón.
Tipo no volverte a ver, olor verde.
Tipo regresar, pero a otro lugar.
La esencia de la felicidad es el momento del recuerdo-chispazo de eso que no se repite, más que en la memoria.
Y fui feliz por el tiempo que haya durado ese lapso sin tiempo, sin referentes y sin planes.
Superar la expectativa de tu mirada a través de dos besos imposibles.
Si no te vuelvo a ver, no importa, porque así es el placer: viene y va en olas discretas (que parecen iguales sin ser nunca las mismas) de ciclos que mojan siempre la arena con su sed insaciable de más.
Y es que hay sed que sólo se sacia dejando de beber.
¿Cuál era la tuya?
Tu sed sólo fue tu falta de sed.
Cuatro tragos de mezcal, chava, más la cerveza que ayudara a bajarlo, y los saltos de chapulín que da el corazón cuando la sangre irriga ahí, directo, en vez de distraerse en otras partes.
Recordaré caminar en la calle y sentir el pasado. La posibilidad infinita del dolor que permanece sólo el tiempo necesario, y luego se va.
Cuatro meses (podrían ser más, podrían ser menos) de corazón-trizas cuando el tiempo se mide en latidos. Por eso no me pasó el tiempo hasta que me pediste que me fuera.
Sonaba lo que quería escuchar, y, hablando de rompimientos, un vaso estrelló la noche y alejó tus labios, recuerdo vago.
Tu cuello, estirado.
Y las ganas de estar afuera, sintiendo el aire, sola.
"¿Qué pasa por tu cabeza?", me preguntaste, subida en una nube rosa invisible. Los chispazos luciernágicos acomodaron mi sorpresa en silencio (oscuras conclusiones incomunicables).
De lejos, el tiempo pidió tregua para convertirse en más latidos.
Personalidad dinámica de novedades repetitivas en tu mirada.
El pasado cobró en gestos la posibilidad de no sentir nada por querer sentir de más, y, como quien aprende a jugar un juego dividido en dos tiempos, saboreé un salto imposible.
Tipo chapulín, sabor limón.
Tipo no volverte a ver, olor verde.
Tipo regresar, pero a otro lugar.
La esencia de la felicidad es el momento del recuerdo-chispazo de eso que no se repite, más que en la memoria.
Y fui feliz por el tiempo que haya durado ese lapso sin tiempo, sin referentes y sin planes.
Superar la expectativa de tu mirada a través de dos besos imposibles.
Si no te vuelvo a ver, no importa, porque así es el placer: viene y va en olas discretas (que parecen iguales sin ser nunca las mismas) de ciclos que mojan siempre la arena con su sed insaciable de más.
Y es que hay sed que sólo se sacia dejando de beber.
¿Cuál era la tuya?
Tu sed sólo fue tu falta de sed.
2 de mayo de 2016
Sueños
Cumplimos, cada quién por su lado, nuestros sueños
Tú te fuiste lejos, volando, para no regresar.
Yo conseguí un trabajo.
Y si volvieras sería igual, el regreso no siempre es cuestión de espacios.
La ida tampoco.
Me amarré al asiento y pedaleé kilómetros, como cuando soñé con ser triatleta. Tú te amarraste a la niñez, y maduraste sin envejecer nunca.
Yo, en cambio, envejecí sin madurar. Cumplí 29 años-perro en sólo cuatro vueltas al sol y comprendí que, a veces, es más bonito extrañar.
No sé en dónde ni con quién estés ahora.
Y tú tampoco sabes nada de mí.
Pero también me extrañas, lo sé, a tu manera.
Porque el sueño principal, ése en el que me convertía en árbol y tú te guarecías en mi sombra, se volvió realidad.
Árbol de verde discreto y ramas alternas.
Sombra de cuidados sin exigencias y la libertad de alejarnos por el bien de los dos.
El agua a través de tus dedos tomó un sabor nuevo.
Luego una burbuja me recordó a ti (como todos los días, cuando por respeto te recuerdo con cariño, y ya no te lo digo más) y me dijo que es posible añorar sin perderse por completo.
El sueño, pues, era complementarnos. Subir, como en escalera. Vernos crecer.
Y cada quién lo logró, sin reparar, dado el paso del tiempo, en qué sentiría el otro.
Pero supimos comunicarnos, en silencio, que está bien.
Tú te fuiste lejos, volando, para no regresar.
Yo conseguí un trabajo.
Y si volvieras sería igual, el regreso no siempre es cuestión de espacios.
La ida tampoco.
Me amarré al asiento y pedaleé kilómetros, como cuando soñé con ser triatleta. Tú te amarraste a la niñez, y maduraste sin envejecer nunca.
Yo, en cambio, envejecí sin madurar. Cumplí 29 años-perro en sólo cuatro vueltas al sol y comprendí que, a veces, es más bonito extrañar.
No sé en dónde ni con quién estés ahora.
Y tú tampoco sabes nada de mí.
Pero también me extrañas, lo sé, a tu manera.
Porque el sueño principal, ése en el que me convertía en árbol y tú te guarecías en mi sombra, se volvió realidad.
Árbol de verde discreto y ramas alternas.
Sombra de cuidados sin exigencias y la libertad de alejarnos por el bien de los dos.
El agua a través de tus dedos tomó un sabor nuevo.
Luego una burbuja me recordó a ti (como todos los días, cuando por respeto te recuerdo con cariño, y ya no te lo digo más) y me dijo que es posible añorar sin perderse por completo.
El sueño, pues, era complementarnos. Subir, como en escalera. Vernos crecer.
Y cada quién lo logró, sin reparar, dado el paso del tiempo, en qué sentiría el otro.
Pero supimos comunicarnos, en silencio, que está bien.
30 de marzo de 2016
Andrea
Quizás buscaba a Gabriela en tus ojos cafés, en tu sonrisa torcida, en tus sueños inyectables y contagiosos. Pero ya pasaron más de cuatro años, y mirar hacia atrás mientras se va hacia adelante (no es posible otra cosa que ir hacia adelante), sólo promete tropezar.
Buscaba algo perfecto cuando lo que me ofreciste fue adecuado. Tonto, porque lo perfecto es enemigo de la realidad; y lo adecuado es lo que la construye. La oportunidad se encuentra en los espacios en común, Andrea.
Lejos, cuándo no, como esa idea de compartir una vida tras sólo un par de encuentros. Sucede que la intensidad en que nadamos --alberca favorita-- nos aventó por un tobogán con marcada intolerancia al sobrepeso: se rompió.
Pienso en el arte japonés de reparar jarrones con oro o plata. ¿Valdría la pena? ¿De dónde sacaríamos el metal? ¿En dónde están esos pedazos fragmentados? Está en nosotros, Andrea.
Magia, Andrea. En la posibilidad de ponerte un sobrenombre preciso en menos de dos días (te lo robé). Te extraño: extraño lo extraño: miro hacia atrás: camino: no puedo evitarlo: ¿qué buscamos ahora?: la felicidad que se comparte.
Felicidad, Andrea. En chispazos. Los faroles se queman pronto. Las luciérnagas saben administrar el brillo porque no es posible hacer tantas cosas a la vez, volar y brillar. Silencio. Brillar y volar. Luz.
Para qué quieres una luz permanente cuando el Sol (aprende del Sol, Andrea) no dura todo el día.
Qué son siete horas.
Dos semanas.
Cuánto seis meses.
Si me haces enojar es porque conoces mis botones, Andrea.
Recuerdo tu texto de nombre homónimo. Y los trucos de tus dedos y tu sonrisa que me encanta. La luz a cuentagotas cuando cerraste las persianas y dormimos juntos y despertamos y nos fuimos a comer.
Entrenar como perros. Porque ¿quién dice que todo debe marchar recto en un mundo más bien redondo?
Entrenar es caminar y levantarse cuando las piernas no sabían que podrían fallar. Entrenar es prepararse cuando no queda claro por qué, pero no importa porque el porqué puede ser el entrenamiento mismo. Entrenar es sonreírle a la tristeza.
No es bueno contestar en caliente. Pero qué sería el frío sin contraste.
Y es que me prendes. No sé cómo, pero me prendes.
No sé qué quiero, Andrea. Ni sé si quiero saber qué quiero. Tal vez quiera nunca saber qué quiero y, mientras lo consigo, quedarme en bocetos de palitos y perritos que hablan de la realidad de un niño disfrazado de señor.
Tomás significa Gemelo.
Y mi alma busca darle sentido a mi nombre.
Buscaba algo perfecto cuando lo que me ofreciste fue adecuado. Tonto, porque lo perfecto es enemigo de la realidad; y lo adecuado es lo que la construye. La oportunidad se encuentra en los espacios en común, Andrea.
Lejos, cuándo no, como esa idea de compartir una vida tras sólo un par de encuentros. Sucede que la intensidad en que nadamos --alberca favorita-- nos aventó por un tobogán con marcada intolerancia al sobrepeso: se rompió.
Pienso en el arte japonés de reparar jarrones con oro o plata. ¿Valdría la pena? ¿De dónde sacaríamos el metal? ¿En dónde están esos pedazos fragmentados? Está en nosotros, Andrea.
Magia, Andrea. En la posibilidad de ponerte un sobrenombre preciso en menos de dos días (te lo robé). Te extraño: extraño lo extraño: miro hacia atrás: camino: no puedo evitarlo: ¿qué buscamos ahora?: la felicidad que se comparte.
Felicidad, Andrea. En chispazos. Los faroles se queman pronto. Las luciérnagas saben administrar el brillo porque no es posible hacer tantas cosas a la vez, volar y brillar. Silencio. Brillar y volar. Luz.
Para qué quieres una luz permanente cuando el Sol (aprende del Sol, Andrea) no dura todo el día.
Qué son siete horas.
Dos semanas.
Cuánto seis meses.
Si me haces enojar es porque conoces mis botones, Andrea.
Recuerdo tu texto de nombre homónimo. Y los trucos de tus dedos y tu sonrisa que me encanta. La luz a cuentagotas cuando cerraste las persianas y dormimos juntos y despertamos y nos fuimos a comer.
Entrenar como perros. Porque ¿quién dice que todo debe marchar recto en un mundo más bien redondo?
Entrenar es caminar y levantarse cuando las piernas no sabían que podrían fallar. Entrenar es prepararse cuando no queda claro por qué, pero no importa porque el porqué puede ser el entrenamiento mismo. Entrenar es sonreírle a la tristeza.
No es bueno contestar en caliente. Pero qué sería el frío sin contraste.
Y es que me prendes. No sé cómo, pero me prendes.
No sé qué quiero, Andrea. Ni sé si quiero saber qué quiero. Tal vez quiera nunca saber qué quiero y, mientras lo consigo, quedarme en bocetos de palitos y perritos que hablan de la realidad de un niño disfrazado de señor.
Tomás significa Gemelo.
Y mi alma busca darle sentido a mi nombre.
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