30 de marzo de 2016

Andrea

Quizás buscaba a Gabriela en tus ojos cafés, en tu sonrisa torcida, en tus sueños inyectables y contagiosos. Pero ya pasaron más de cuatro años, y mirar hacia atrás mientras se va hacia adelante (no es posible otra cosa que ir hacia adelante), sólo promete tropezar.
Buscaba algo perfecto cuando lo que me ofreciste fue adecuado. Tonto, porque lo perfecto es enemigo de la realidad; y lo adecuado es lo que la construye. La oportunidad se encuentra en los espacios en común, Andrea.
Lejos, cuándo no, como esa idea de compartir una vida tras sólo un par de encuentros. Sucede que la intensidad en que nadamos --alberca favorita-- nos aventó por un tobogán con marcada intolerancia al sobrepeso: se rompió.
Pienso en el arte japonés de reparar jarrones con oro o plata. ¿Valdría la pena? ¿De dónde sacaríamos el metal? ¿En dónde están esos pedazos fragmentados? Está en nosotros, Andrea.
Magia, Andrea. En la posibilidad de ponerte un sobrenombre preciso en menos de dos días (te lo robé). Te extraño: extraño lo extraño: miro hacia atrás: camino: no puedo evitarlo: ¿qué buscamos ahora?: la felicidad que se comparte.
Felicidad, Andrea. En chispazos. Los faroles se queman pronto. Las luciérnagas saben administrar el brillo porque no es posible hacer tantas cosas a la vez, volar y brillar. Silencio. Brillar y volar. Luz.
Para qué quieres una luz permanente cuando el Sol (aprende del Sol, Andrea) no dura todo el día.
Qué son siete horas.
Dos semanas.
Cuánto seis meses.
Si me haces enojar es porque conoces mis botones, Andrea.
Recuerdo tu texto de nombre homónimo. Y los trucos de tus dedos y tu sonrisa que me encanta. La luz a cuentagotas cuando cerraste las persianas y dormimos juntos y despertamos y nos fuimos a comer.
Entrenar como perros. Porque ¿quién dice que todo debe marchar recto en un mundo más bien redondo?
Entrenar es caminar y levantarse cuando las piernas no sabían que podrían fallar. Entrenar es prepararse cuando no queda claro por qué, pero no importa porque el porqué puede ser el entrenamiento mismo. Entrenar es sonreírle a la tristeza.
No es bueno contestar en caliente. Pero qué sería el frío sin contraste.
Y es que me prendes. No sé cómo, pero me prendes.
No sé qué quiero, Andrea. Ni sé si quiero saber qué quiero. Tal vez quiera nunca saber qué quiero y, mientras lo consigo, quedarme en bocetos de palitos y perritos que hablan de la realidad de un niño disfrazado de señor.
Tomás significa Gemelo.
Y mi alma busca darle sentido a mi nombre.

16 de marzo de 2016

Finta

Parpadea la sal en la piel.
Qué excusa.
Qué exculpa.
Qué extraña.
De quinientos quilómetros de distancia a menos de un milímetro de látex, me (des)hago en tu mar: espuma en tus olas.
A dos manos.
A más.
A doce horas de camino.
Más el camino.
(el otro, el de tocar la puerta equivocada, el de bajar la escalera de caracol en el edificio de enfrente, el de encontrar el número trescientos siete, el de escuchar una risa pelirroja y el de sentir un abrazo cálido de dos días.)
Menos el recuerdo: impreso para siempre en tus dos hermosas manos, que se alejan diciendo hola.
Más-menos.
Más sueño.
(Me quedé dormido junto a ti, S., pero me sentía solo.)
Menos cama.
Más días.
(tus días, S. En un montón de hormonas que los quitan, en el brazo izquierdo un bulto, en Francia, en donde sea. Carajo, no quiero, pero sé por qué.)
Menos noches.
Y lo que se pierde entre nombres y sombras a las tres de la madrugada.
Menos búsqueda, más encuentro.
Heridas que sanan y cierran.
Parpadea la sal en la herida.
La posibilidad de abrir una nueva: tiempo-temor en el vaivén de las olas.
Maletas viejas.
Malteadas, me late, letargo, hot dog.
Y el medio metro de distancia que se divide entre cero para llegar a un infinito indefinido.
Cadencia en cada subida-estallido y malilla en saber que algún día voy a extrañar. No sé cuándo, no sé cuánto: no calculo.
Que sea mañana, porque hoy está para otra cosa.
Razono,
aunque,
qué más da la razón cuando la emoción parte en dos.
Los pies bien fincados en arenas movedizas.
(me gusta, siempre me ha gustado, pisar la arena del mar cuando está húmeda y deja huellas que desaparecen rápido.)
Pídeme lo que quieras: no soy tan listo.
Como quieras: no llego.
Fantasma de apariciones milagrosas, tu finta me engañó en la cadera: apareciste y desapareciste.
Sí-No.
Un-Gusto.
Un-Placer.
Un-Ya-Nos-Vamos.
(no llegaba el taxi que prometió pasar por mí y pedimos otro, y me daba miedo que llegaran los dos al mismo tiempo porque nunca he sabido cómo manejar ese tipo de situaciones. Metáfora de no saber qué hacer si llegaras a mi ciudad al mismo tiempo que mi soledad.)
Un-Casi-Ahogarme (en silencio): inseguridad empapada en ficciones.
(pero eres experta en logística, y yo (en paréntesis) en paréntesis.)
Un "no sé qué decirte" que de lejos me presta otra oportunidad.
Un "no sé qué escuchar" que de cerca me presta tus orejas.
Perfectas.
Tus manos.
Expertas.
(sin mayor explicación, porque el truco de ser adulto, me dijiste, S., es no dar mayor explicación.)
Tu anillo.
Doble sentido.
En tu dedo gordo.
Y las dos veces.
(y el desayuno de salmón que no me terminé y el que no dijeras nada. Quizás a propósito o quizás sin querer, porque, la verdad, S., no me gustó: me gustó más empaparme en el mar y que me prensaras con tus piernas esbeltas, bien formadas, haciéndome besarte y perder eso que me gusta perder: la cordura.)
Parpadea la sal en la locura.
Porque siento que no volveré a verla.
Ni a sentirla.
Qué sentido.
Corrijo dos veces:
(una, por mí; otra, por ti.)
No sé de quién sea la distancia, pero se aleja.
Y (nosotros, nuestro "nosotros", S.) nos acercamos a ella, como esperando a que no suceda nada.
O tal vez es que nunca supe qué esperabas tú.
(una vez te escribí un mensaje preguntándote que si eras cariñosa y me dijiste que te gustaba dar palmadas en la espalda, como en un tono sarcástico que luego-luego entendí.)
A mí las palmadas me gustan en el corazón.
¿Qué esperas?
¿Qué esperarías?
¿Qué esperabas?
Se diluyó la sal.
Y parpadea la piel.