30 de agosto de 2013

Taxímetro

Había llegado a casa.
El protocolo de despedida dictamina que la conversación termina de una manera abruptamente sutil en el último tema tocado (la congestión automovilística que producen las manifestaciones, el resultado del último partido del América, lo difícil que está la situación del país) y que se paga lo que indique el taxímetro, redondeando siempre el monto a la siguiente unidad. Nos veíamos a los ojos a través de un espejo, colocado estratégicamente a un costado del espejo retrovisor, cuya función era mirar de cuando en cuando al pasaje del asiento de atrás.
Sus ojos, sin embargo, ofrecían algo más que un simple protocolo de despedida: no le interesaba el futbol, me había dicho minutos antes. El pago sería un pretexto, pues el intercambio de aquella noche se llevó a cabo en el plano de lo incomunicable, en el de las miradas que reflejan el momento exacto en el que dos fuerzas similares consiguen, por fin, hacer contacto para, quizás, nunca volverse a encontrar. De ahí la importancia de extender el intercambio más allá de los bips del taxímetro de un auto detenido.
Se orilló y puso las intermitentes.
Durante el trayecto le pregunté su opinión acerca de lo que ocurre después de la vida. "¿Después de la muerte?", me corrigió con precisión. Cuando alguien admite abiertamente no tener interés por el futbol, lo correcto es indagar lo que piensa sobre la muerte.
Me habló como sólo puede hablarse de lo que se conoce de primera mano; nadie se lo había dicho. "Del otro lado hay paz y el tiempo no existe. Es un lugar de pura tranquilidad. El cuerpo es sólo tu estuche, porque ahí la mente se expande y se convierte en lo que realmente es".
Me disponía a salir del taxi cuando, más allá del espejo, conseguimos reflejar la misma mirada. Me dijo que él ya había estado muerto, pero que su momento de eternidad todavía no había llegado, por lo que pudo (o fue obligado a) regresar.
Nos quedamos quince minutos (tiempo durante el que el tiempo dejó de transcurrir) a un costado del puente peatonal.
Vi en sus ojos el parpadeo de la edad. La posibilidad de crecer y conocer el dolor sin entregarse por completo a él. El encuentro de dos generaciones separadas por los años y unidas, por un momento, por la profundidad de lo que se nombra en silencio.
Antes de pagarle y salir, la noche nos envolvió en un aire de misticismo que se desvaneció en el momento en que cerré la puerta desde fuera.
Con el dedo índice, presionó un botón en su taxímetro, borró el monto acumulado durante nuestro viaje y arrancó.

25 de agosto de 2013

Momentos de eternidad

Perseguirla disfrazado. Hecho de piel hecha de células hechas de átomos que son, en lo fundamental, espacio vacío.
Ante la imposibilidad de ver lo que hay delante, voltear para atrás y ver que el tiempo no se detiene. El momento que contiene todos los momentos.
Miedo a nacer.
Miedo envuelto de llanto que cambia de forma y parece alegría y enojo y tristeza. Miedo al paso del tiempo. Miedo a crecer.
A madurar.
Ir perdiendo sensibilidades juveniles para adquirir fortalezas adultas. Endurecer. Callos en las manos que ya no sienten todo lo que tocan.
Dificultad para ver de lejos y la subsecuente necesidad de recurrir a la memoria o a la imaginación para intentar conocer lo que hay más allá del alcance de la vista.
Un instante que es segundo y día y mes. Un solo momento disfrazado de varios con líneas dibujadas a mano por un reloj al que hay que ir cambiando de pilas y por la cuadrícula de un calendario que a veces empieza en lunes y a veces en domingo.
A vivir.
Un momento de suspensión y de suspenso entre el principio y el fin.
Viaje continuo alrededor del sol que quema cuando se levanta y congela cuando se esconde, pero que nunca se va.
A morir.
Parpadear por última vez y corroborar lo incomunicable: la vida es el recuerdo postrero, se le ve pasar y sólo cobra sentido justo antes de expirar.
A la eternidad.
Perseguirla ya desnudo. Hecho de tiempo hecho de una sucesión infinita de eventos que se condensan y estallan en un eterno momento final.