18 de diciembre de 2020

Ermanando

Escríbeme un cuento de ciencia ficción.

El futuro prohíbe (¿dilata, transforma?) la autobiografía.

En futuro histórico.

¿Qué es eso? Preguntas.

No sé.

Lo estoy inventando.

El gerundio como enemigo.

El futuro como acceso.

Amigar enemigos.

Trazar puentes para entender de cerca lo que de lejos solamente se puede contemplar.

¿Qué encuentras entre lo que ocurrió ayer y lo que ocurrirá mañana?

Lo que está ocurriendo hoy.

Lo que siendo enemigo deja de serlo.

Casi a nadie le gusta escribir sobre futuros tristes.

Las historias de zombies siempre tienen un pequeño final feliz.

Las de viajes interestelares.

¿La tuya, en el 2033?

Ejemplo:

Está haciendo frío.

(futuro continuo histórico):

Estará haciendo frío.

Estaré abriendo la ventana.

Estará acercándose al final Aquiles (¿ya lo estaré llorando?).

Estaremos hablando.

Comiendo pizza pizzazz.

Bailando.

Sintiendo vergüenza. Disfrutándola.

Habiendo salido de un estanque, estarás criando un hijo.

Dos.

Te estarás criando a ti misma.

Te estaré admirando tímida.

Estarás haciendo la autobiografía de alguien más que no estás siendo tú hoy: estarás siendo ella entonces.

Un coche (dos, doce) estarán volando (¡por fin!).

Estaremos riendo. Habiendo llorado. Sabiendo más. 

Estaremos siendo Ermanos.

De amor infinito que estará entonces, como ayer y como hoy, inagotándose.

13 de junio de 2020

Sala de espera

Era rítmico, Gonzalo (te escribo).
Arritmia en la explicación, pero desde el ritmo de la experiencia.
¿Sabes? Buscábamos lo opuesto al mismo tiempo. Y, aunque nos haya unido la distancia, nos separó el aterrizaje.
Por un momento largo, de casi dos años, pensé que fue la política. La trasformación cuatro veces pronunciada bajo la boca y sobre la mesa.
Pero no.
Era lo que buscábamos.
Buscar, pues: era eso.
Fue eso.
Es eso.
Es.
Que nos encontramos desde antes, claro.
Porque tú me buscaste y yo te esperaba desde diez años antes.
Te cuento y me entiendes:
En el año 99, se me ocurrió practicar con la idea de tener amigos, de modo que salí al cine (mi mamá me llevó) e invité a los que sonaban buenos candidatos. Estabas tú (entre los candidatos). Nadie llegó.
Luego, en el 2009 me invitaste. Y ahí hicimos click durante otros 10.
Luego se fue.
Regresará.
Me refiero a que nos encontramos en una sala de espera.
La vida se mide en ciclos de 10 años.
Décadas, que les llaman.
¿Recuerdas el paso a cuatro manos?
Fue hace seis. Más para allá que para acá.
Quiero decir que, aunque nos tomó 10 años la sincronía, por un tiempo la encontramos.
Y luego nos consolidamos en una sala de espera. Tú esperabas "florecer" a través de no necesitarla a ella, o de necesitarla en la memoria. Tu florecimiento era aprender a estar solo.
El mío, aprender a estar acompañado.
Buscaba la fantasía de compartir la vida con una pareja.
Te moviste hacia un lado y yo hacia otro.
A ti algo te secuestró más pronto (intuyo, imagino, hipotetizo) de lo que te tocaba.
Y tal vez (intuyo, imagino, hipotetizo, invento) sientas que te hayan robado un pedazote de juventud. Te escapaste a tiempo.
Tal vez tu fantasía era saborear la soledad.
Insisto en que intuyo e hipotetizo porque he dado tantas cosas por hecho que me he perdido de la posibilidad de escuchar, muchas veces, la realidad.
Porque, cuando llegamos, al mismo tiempo, no fue a ningún grado académico, ni a ningún plano geográfico.
Tampoco a una diferencia política.
Llegamos al sueño y, punzándolo, se convirtió en realidad.
Tú de liberarte, y sin saber cuánto costaba.
Yo de hacer un nido, ignorando lo mismo.
Será que, cuando acabemos de pagar, nos volveremos a encontrar.

13 de mayo de 2020

Abril en mayo


Antes lloraba mucho. No sé por qué dejé de llorar.
Sí sé.
Pero me da miedo.
Porque me gustaba llorar. No mucho.
O sea.
No me gustaba mucho llorar mucho. Ni me gustaba llorar mucho.
Sólo me gustaba llorar. Así. De vez en cuando.
Sólo que antes lloraba mucho.
Mi papá me enseñó que estaba bien ser hombre y llorar. De ahí el choque del espíritu cuando me ridiculizaban por llorar y me decían nombres despectivos asociados.
Es que, decía, dejé de llorar. Al menos, dejé de llorar mucho.
Y el miedo a reconocer por qué es que llorar (mucho o sin adverbios) me daba más de lo que me quitaba. Me daba paz en medio de la tormenta de las emociones sin regulador.
Luego encontré una reguladora que me encontró a mí.
Y ahora, no llorar (con adverbios de más o en su ausencia) me da más de lo que me quita. Me quita que extraño y recuerdo. Me da cierta paz a la que, con el paso del tiempo, le he llamado madurez.
Hace cinco años salí del infierno. Lloraba mucho y lloraba sin control.
Afuera ahora, lloro poco.
Mi hermana me hace llorar a menudo.
Hubo mucho tiempo en que quise ser escritor. Ella sí lo hizo. Es escritora. Entonces escribe cosas desde el corazón, con el corazón y para el corazón. Fuente, arena y destino, su escritura se caracteriza por tener siempre mucho corazón. Entonces lloro mucho cuando leo las cosas que escribe. Y ese es ahora mi desregulador necesario que a veces extraño. Extrañar es lo que me quitó aprender a no llorar tanto. Vivir es lo que me dio.
Mi hermana me inyecta vida con esas extrañezas que hace bailar en mis sentimientos cuando escribe y, sin querer, o sin saber, me hace llorar.
Ella, decía, sí se hizo escritora, y tal vez yo quería serlo por esa parte de uno que siempre quiere ser como una parte del hermano, cuando hay. Ella siempre cuenta chistes que no siempre le llegan a los míos. Y es su parte que puede querer ser como la parte del hermano que soy yo: hacerla reír.
Los dos maduramos en nuestros propios árboles y jardines y con nuestros propios relojes y bajo nuestros propios criterios.
Después de casi un año de no tocar las aguas azules, esta escritura es un homenaje a esa parte que admiro de mi hermana: cómo escribe y cómo en ese tejido referencial de relaciones arbitrarias que son las letras, me toca siempre el corazón.
Yo me emociono mucho cuando, por teléfono, por video, o por accidente en la calle, la hago reír y volvemos a ser esos niños que pelean con almohadas hasta hacerse lo que el otro más quiere, aunque sea sólo por un ratito, antes de regresar a sólo ser, transitando siempre por estar en donde el otro más lo necesita.