15 de enero de 2017

Marea

El vaso de agua en el que me estaba ahogando era frío de lejos. Buscaba desesperadamente quién me salvara, cuando era de mí de quien tenía que cuidarme.
De mis ideas. Mis fantasías. Mis necesidades excesivas.
La noche de ese jueves necesitaba lengua, y salí a buscarla.
Luego a ti.
Habíamos dado el salto de la muerte el día anterior y, después de cerca de tres horas de asombro, me quedé confundido. Agridulce. Lo que se va y lo que llega. Lo que se busca y lo que se encuentra. Soltar para poder recibir.
Llegó después el viernes. Me bañé entonces, de cerca, con el calor de un contacto íntimo, pero mi pensamiento ya estaba agitado desde otras aguas. Y, como no me quería ahogar, te contemplé como una tabla de salvación.
Tu bálsamo calmó el incesante vaivén de quien construye, a la fuerza, una idea en una sola dirección. Que el amor que quería inventar no tenía punto de apoyo. Que esas cosas no se buscan. Que los excesos del fin de año resultaron en tres encuentros pasajeros.
Es cierto que el que busca, encuentra, aunque no siempre se encuentre lo que se busca. Que te encontré por "accidente", aunque el accidente fuera la búsqueda misma. Porque el exceso de lengua me intoxicó sin darme cuenta, y llegaste así la noche del sábado.
Me abrazaste, a pesar del frío. Me besaste, a pesar del revuelto. Te quedaste, a pesar de lo extraño. Me llevaste al hospital, a pesar del miedo (tal vez gracias a él). Sin fuerza, encontré un ritmo orgánico.
Pero el vaso en el que me estaba ahogando seguía ahí. Igual de frío e igual de lejano. Recordé la regla de los tres días y quise disfrazar de suya una decisión que no me atreví a tomar yo. Empecinado en ahogarme, la volví a buscar; intenté escribir la segunda parte de un "Uno" forzado, pero no hubo más qué escribir.
Dos, pues creí que era el dos el número correcto, pero me di cuenta de que mi corazón no se puede dividir.
No sé qué oscuro placer encuentre en quemar los puentes, en apagar las velas, en trancar las puertas que no quiero volver a tocar, pero la fuerza de la costumbre me volvió a llevar ahí. La decisión fue mía: no volver a hablar, pues nuestras intenciones y ritmos eran distintos desde el comienzo, y no pudimos llegar a un acuerdo en los nombres ni en la velocidad.
Entonces me dijiste que no serías mi tabla de salvación. Cuando parecía, realmente, que me estaba ahogando, me di cuenta de que lo único que necesitaba era vomitar. Vomité, pues, y me tomaste la mano. Pensé que saldrías corriendo, que te arrinconarías en la cama, que sentirías asco; pero me tomaste la mano.
No necesitaba una tabla de salvación: necesitaba salir de ese vaso.
Dejé el agua estática y se movió la marea.