13 de mayo de 2020

Abril en mayo


Antes lloraba mucho. No sé por qué dejé de llorar.
Sí sé.
Pero me da miedo.
Porque me gustaba llorar. No mucho.
O sea.
No me gustaba mucho llorar mucho. Ni me gustaba llorar mucho.
Sólo me gustaba llorar. Así. De vez en cuando.
Sólo que antes lloraba mucho.
Mi papá me enseñó que estaba bien ser hombre y llorar. De ahí el choque del espíritu cuando me ridiculizaban por llorar y me decían nombres despectivos asociados.
Es que, decía, dejé de llorar. Al menos, dejé de llorar mucho.
Y el miedo a reconocer por qué es que llorar (mucho o sin adverbios) me daba más de lo que me quitaba. Me daba paz en medio de la tormenta de las emociones sin regulador.
Luego encontré una reguladora que me encontró a mí.
Y ahora, no llorar (con adverbios de más o en su ausencia) me da más de lo que me quita. Me quita que extraño y recuerdo. Me da cierta paz a la que, con el paso del tiempo, le he llamado madurez.
Hace cinco años salí del infierno. Lloraba mucho y lloraba sin control.
Afuera ahora, lloro poco.
Mi hermana me hace llorar a menudo.
Hubo mucho tiempo en que quise ser escritor. Ella sí lo hizo. Es escritora. Entonces escribe cosas desde el corazón, con el corazón y para el corazón. Fuente, arena y destino, su escritura se caracteriza por tener siempre mucho corazón. Entonces lloro mucho cuando leo las cosas que escribe. Y ese es ahora mi desregulador necesario que a veces extraño. Extrañar es lo que me quitó aprender a no llorar tanto. Vivir es lo que me dio.
Mi hermana me inyecta vida con esas extrañezas que hace bailar en mis sentimientos cuando escribe y, sin querer, o sin saber, me hace llorar.
Ella, decía, sí se hizo escritora, y tal vez yo quería serlo por esa parte de uno que siempre quiere ser como una parte del hermano, cuando hay. Ella siempre cuenta chistes que no siempre le llegan a los míos. Y es su parte que puede querer ser como la parte del hermano que soy yo: hacerla reír.
Los dos maduramos en nuestros propios árboles y jardines y con nuestros propios relojes y bajo nuestros propios criterios.
Después de casi un año de no tocar las aguas azules, esta escritura es un homenaje a esa parte que admiro de mi hermana: cómo escribe y cómo en ese tejido referencial de relaciones arbitrarias que son las letras, me toca siempre el corazón.
Yo me emociono mucho cuando, por teléfono, por video, o por accidente en la calle, la hago reír y volvemos a ser esos niños que pelean con almohadas hasta hacerse lo que el otro más quiere, aunque sea sólo por un ratito, antes de regresar a sólo ser, transitando siempre por estar en donde el otro más lo necesita.