24 de agosto de 2019

Dr. Arritmia

La arritmia del mundo, su baile a destiempo, no era del mundo, sino de cómo lo miraba.
Hace años, un amigo me extendió la mano y decidí tocarla. Estabas ahí, Silvestre.
Luego fuimos aprendiendo a jugar juegos nuevos, a nombrar otros nombres, a tomar tiempos atemporales; ensayos c(l)ínicos de mirar la luz de la noche y mojarnos en su sequía. Eso pienso: aprendimos. De uno, de otro, de los dos, de nosotros.
Qué nos unía, qué nos separaba. Cuándo estuvimos cerca, cuándo lejos. Dónde hubo ganas de seguir, dónde de parar.
Y el corazón siguió latiendo.
El alma refulgiendo.
La voz palpando.
El nombre recordando.
Y el sonido del silencio.
Fue un café a las ocho de la noche, porque los de la mañana, sin ti, no contaban.
Qué nos juntó: decidiste que seríamos amigos. Yo acepté. Qué nos separó: siempre me costó trabajo creer.
Entramos después en arritmia, en baile a destiempo. No es la amistad, sino cómo la miramos.
Hoy, desde la memoria.
¿Será que llegamos al mismo tiempo a esa tierra prometida? ¿Será que palpar esa fantasía imposible solo sería posible si le desdibujábamos el sueño? ¿Será que lo necesitábamos?
Llegamos, Goncey (mi amor así te nombró).
Llegamos, cada quien por su lado, a donde queríamos llegar juntos.
Estar juntos nunca estorbó para estar, para querer llegar a algún lugar.
Estar lejos no estorbó para llegar.
Punzar esa burbuja del deseo de florecer tarde y, por fin, florecer a tiempo.