21 de julio de 2010

Momia

Tenía cinco. En el concurso de disfraces del Montessori de San Jerónimo participé como una momia. Perdí.
Siempre le atribuiré mi derrota al calor. Resulta que mi mamá me mandó vendado hasta la cara, hasta la frente, hasta el pelo, que ya era mucho. Perdí el concurso de disfraces del día de muertos de 1992, en aquella escuela.
Y es que el jurado deliberó a partir de las doce del día, y qué calor para estar vendado hasta el cuello, hasta la cara, que ofrecí completa en mi derrota. "Y aquí tenemos al atropellado del periférico", apenas ahora recuerdo, dijo el juez, un maestro de primaria.
No era eso, era una momia, y se lo dije, a él y al público que presenció su juicio (y el mío, y mi defensa: era una momia, lo dije, pero nadie me escuchó: era una momia).
Así perdí el concurso, que aun si hubiera aguantado el calor (como aguanté la humillación de ser confundido con un simple atropellado), habría sido difícil ganar.
Una momia, hasta en estos días de tolerancia, puede menos que un atropellado, un muerto, en día de muertos. Porque una momia puede llegar a ser tan ajena que incluso un atropellado del periférico pude más y significa más, aunque los dos pierdan en contra de una carismática y trillada calabaza con cara de niño.
Fue mi cara, de niño, la que me delató, la que les permitió saber que no era yo, ni una momia, ni un atropellado. Era un perdedor vendado hasta el cuello.
Pero les gané: supe que perdería y supe pararme, frente a todos, como un gran y absoluto perdedor —atropellado—.

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